sábado, 12 de octubre de 2013

Recortes de una vida... la mía - Parte 4: "Una conversación pendiente"



-    Todavía no puedo creer que esté muerta – se pasó con fuerza las manos por la cara y miró a su amiga Silvia, que desde que se había enterado no la había dejado ni un segundo sola.

-    Tienes que calmarte un poco Gaby.

-   Si estoy muy calmada, solo que no pensé que fuera a pasar tan rápido, el médico nos dijo que… - resopló y se recostó en el sofá.

-   Gaby, soy yo, Silvia, tu mejor amiga, sabes que a mí no me puedes engañar – la miró con una sonrisa comprensiva.

-  Sé que no te puedo engañar, pero de veras que estoy bien, es un poco el momento, tengo que hacerme a la idea. Mi abuela ya no va a estar conmigo, es un hecho – apretó la mandíbula con fuerza y bajó la mirada.



Desde que su padre la había llamado por teléfono al trabajo, para pedirla que fuera al hospital  había sospechado lo que ocurría. Algo en su interior lo había sentido. Era una sensación, un presentimiento de lo que le iba a esperar a su llegada.



Su abuela Loli llevaba bastantes años enferma, pero siempre había conseguido tirar para delante. Era fuerte. Muy fuerte. Había conseguido superar cosas que ni en sueños ella se  creía capaz de poder soportar. Había enviudado muy joven, teniendo que criar sola a sus dos hijos, había tenido que afrontar igualmente sola, la muerte de uno de ellos en un accidente de tráfico cuando aún era un chico de tan solo dieciocho años y había tenido que apoyar a su otro hijo, tras la muerte de su esposa y ayudarle, por no decir, afrontar ella sola, la crianza y educación de su única nieta.



Estaba claro que la vida de su abuela había estado repleta de desgracias, a las que siempre y sin la más mínima muestra de miedo, había encarado con fuerza, incluso cuando el médico la diagnosticó un cáncer terminal, había aceptado lo que se le presentaba con una sonrisa y se había dedicado a tranquilizar a los demás sin importar lo que ella sintiera o los temores que la invadieran.



Había sido la mujer de hierro, una gran mujer y un gran ejemplo a seguir.



Para Gaby su abuela lo había significado todo. Había estado apoyándola en los peores momentos de su vida, a pesar, incluso, de que la distancia que las separaba era muy grande. Pero a su abuela no le importaba tener que tomarse un taxi, o cinco autobuses para visitar a su nieta durante unas horas en el internado en el que se encontraba y del que ni siquiera la sacaban los fines de semana para poder compartir en familia.



Su abuela era así. No había dos como ella. Entendía a todo el mundo y hacía lo posible por ayudarles, aunque fuera difícil, y aunque conseguirlo significara tener que lidiar con un hijo y una nieta desquiciados.



Ella era la mejor, se había portado con ella no solo como una abuela, sino como una segunda madre. Y jamás en su vida podría encontrar a alguien que pudiera remplazarla. Al igual que nadie nunca había podido remplazar a su madre en su vida.





 El timbre de la puerta sonó, y ante el pasotismo de Gaby, Silvia se levantó con la intención de abrirla.



-    ¿Cómo está? - Leo entró en la casa y miró a Silvia con un gesto de preocupación pintado en el rostro.

-    Igual, sin afrontar lo ocurrido y con su máscara de que todo va bien y ella es capaz de afrontar cualquier cosa sin ayuda de nadie – le confesó ella cerrando la puerta tras él.

-    Genial – mencionó con ironía, mientras ambos avanzaban por la casa hasta llegar al salón donde se encontraba Gaby.

-    Hola cariño ¿Qué tal?  - Leo se sentó a su lado y tras pasarle un brazo por los hombros depositó un suave beso en su cabello.

-    Bien – Gaby miró su reloj de pulsera para seguidamente centrar su mirada en el chico - ¿Qué haces aquí tan pronto, no deberías estar trabajando?

-    Hoy salí antes y decidí pasar a haceros compañía.

-    Bueno, pues yo creo que voy a romper este momento tan idílico de los tres mosqueteros unidos – Silvia se levantó y recogió sus cosas – pero me tengo que ir, y aprovechando que llegaste tú – le guiñó un ojo a Leo – me voy ahora.

-    O sea que estabas esperando el momento oportuno para darme la patada y dejarme sola – la miró haciéndose la ofendida – me parece perfecto, y seguro que él – señaló despectivamente a Leo con la mano – estaba compinchado contigo y hasta tuviste que pagarle o algo por el estilo para que se quedara conmigo.

-  Yo me sacrifico encantado de la vida – se recostó en el sofá mientras le guiñaba un ojo de forma cómplice a Silvia, sabiendo que el que el ambiente estuviera más distendido le era de ayuda a Gaby, y evitaba que la hiciera pensar en cosas tristes  – no ves que tengo alma de masoquista.

-    Eres un… – Gaby le dio un golpetazo en el pecho que hizo que se sentara de un solo movimiento, a la vez que ella se cruzó de brazos y piernas en el sofá mirándoles a los dos con gesto malhumorado.

-   Entonces ¿me perdonas? – Silvia se sentó junto a Gaby haciendo un pucherito con sus labios como si fuera una niña pequeña y luego la sonrió de forma esperanzadora.

-  Pues claro que te perdono – la abrazó con una sonrisa, que se borró de su rostro cuando se separó de su amiga y habló del tema que llevaba todo el día intentando eludir – suficiente has hecho ya, llevas todo el día pegada a mí y debes estar hasta el moño de aguantar mis penas.

-   Sabes que por mí estaría todo el día junto a ti en estos momentos y en cualquier otros, pero realmente tengo que marcharme.

-    Lo sé cariño.

-   Pero que te quede muy claro, que nunca estaría hasta el moño de ti – le advirtió a la vez que la señalaba con el dedo índice – eres de las cosas que más quiero de este mundo.

-    ¿y yo qué? – se quejó Leo.

-    A ti también – le dio unos golpecitos sobre la cabeza y centró su atención en Gaby, mientras Leo se cruzaba de brazos con gesto de enfado – entonces ¿me perdonas por dejarte solita?

-    Ey – se quejó el chico cansado de que le ignoraran – que no está sola, está conmigo.

-    Vete tranquila cariño, no pasa nada – tranquilizó la morena a su amiga, de nuevo sin reparar en el chico.

-    Vale, a la noche te llamo – la besó en la mejilla y la abrazó – te quiero mucho loquita – se separó de ella y se fue diciéndoles a los dos adiós con la mano.



 Cuando Silvia se hubo ido, Gabriela se acomodó en el sofá, recostó su cabeza sobre el hombro de Leo y cerró los ojos soltando un suspiro.



Leo la miró y sonrió para sí mismo, se la veía tan tranquila y relajada que parecía que nada hubiera pasado, que su vida no hubiera sido tan dura y dolorosa para ella, ni que una de las personas que le habían servido de apoyo desde que su madre murió también la hubiera dejado. La acarició con movimientos acompasados el cabello admirando su fortaleza y valentía.



Desde que la había conocido le había fascinado. Cuando ella llegó al internado, y Silvia les había presentado, había sentido lastima por ella por todo lo que estaba pasando. Él no sabía lo que era perder a su madre, pero sentía que debía ser algo horrible, porque cuando pensaba en ello un escalofrío le recorría, y siempre pensaba que ella, que era un año menor que él, debía de estar pasándolo realmente mal, por lo que su sentimiento de compasión aumentaba.



Pero a medida que la fue conociendo, fue admirándola y sintiéndose realmente orgulloso de ella, de cómo había crecido y de como había afrontado todo lo que le iba sucediendo, como aguantaba cada uno de los desplantes que su padre la hacía, cada uno de los fines de semana que se veía obligada a pasar encerrada en el internado sin poder regresar a su casa pero sin borrar la sonrisa de su rostro, sin tener una mala contestación para el resto de personas que la rodeaban y que nada tenían que ver con su sufrimiento.



Ella siempre se guardaba sus sentimientos para si misma, y no fue hasta pasado un buen tiempo que ella comenzó a confiar en ellos dos, en Silvia y en él y comenzó a compartir sus inquietudes y sus problemas. Lo que aún había hecho que su admiración por ella creciera más y que un sentimiento de protección se hubiera instalado en su interior y no le permitiera verla sufrir nunca, al igual que le pasaba con su hermanas y con su prima Silvia.



La conocía perfectamente. Ella necesitaba sentirse fuerte, capaz de afrontar cualquier cosa por sí misma, capaz de salir adelante por ella misma, sin contar con nadie, pero también les necesitaba a ellos, necesitaba sentir que estaban con ella, y que siempre podía recurrir a ellos para que la apoyaran y ayudaran. Y él estaba allí, al igual que antes había estado Silvia, para demostrárselo, para darle apoyo y para evitar que se sintiera sola.



-    Bueno, ahora que estamos más tranquilitos y solos – la separó de él lo suficiente como para mirarla a los ojos – vamos a hablar tú y yo.

-    Hablar ¿De qué? – se hizo la desentendida.

-   ¿Cómo estás? Y quiero la verdad - la sujetó suavemente el rostro por la barbilla para que no apartara la mirada – y sabes perfectamente que no sabes mentirme.

-   Estoy  bien – al ver la cara de incredulidad de Leo se decidió a puntualizar – vale, creo que estoy algo triste, pero supongo que es normal, así que no tienes que preocuparte.

-    Pero lo hago Gaby, me preocupo por ti y lo sabes.

-   Y por eso no quiero decirte estas cosas –le miró con tristeza – para que no te preocupes.

-   Pero volvemos a lo mismo, porque cuando evitas decirme lo que te pasa para no preocuparme lo único que consigues es que me preocupe más por ti.

-   Bueno, está bien, no me riñas más – le tomó la mano con la suya – y no te enfades.

-   No me enfado – le apartó un mechón de pelo de la cara – nunca me enfado contigo – apoyó el codo en el respaldo del sofá y su cabeza sobre su mano mirándola de soslayo.

-    ¿Qué pasa? – le preguntó al ver como la miraba.

-    Te apuesto algo.

-    ¿El qué?

-    Apuesto a que no has comido nada en todo el día – Gabriela se tensó sutilmente y apartó la mirada de Leo – y apuesto también a que no has dormido tampoco.

-    Odio apostar contigo.

-    Por qué siempre gano – se puso en pie y tras darle un beso en la cabeza se dirigió hacia la puerta de la habitación.

-    ¿Adonde vas? – su voz hizo que el chico girara para mirarla.

-    A prepararte algo de comer para que te vayas a descansar.

-  No tengo sueño – Leo se encogió de hombros y continuó su camino – ni hambre.

-   Pues ya tienes algo que hacer – ella resopló sonoramente y le siguió quejándose.

-    Pero…

-    Pero nada – se volvió y la empujó suavemente hacia las escaleras – venga, vete a tu cuarto que enseguida subo yo con algo para que comas.




Llegó a la habitación y se dirigió hacia la cama, estaba realmente cansada, aunque no quisiera demostrarlo ante los demás. Ni siquiera ante Leo. Se sentía derrumbada, sola, triste... con miedo.



Se sentó en el colchón mirando a su alrededor. Primero su madre, ahora su abuela, ¿Quién seguiría? ¿Quién más la abandonaría?



Abrió el cajón de su mesita y sacó su antiguo diario. Hacía mucho tiempo que no lo abría. Demasiado tiempo. Pero a pesar de ello, siempre lo tenía junto a su cama, estuviera donde estuviera, ese pequeño cuaderno nunca la abandonaba.



Lo abrió y cogió las fotos que se encontraban entre la portada y la primera página. Fotos que ella no quería perder, momentos que se negaba a olvidar. Recuerdos de aquellos días en los que toda su vida era perfecta y su inocencia no le permitía conocer lo que era el dolor ni el sufrimiento.



Las extendió sobre el edredón y las observó durante unos minutos. En la mayoría salía ella junto con sus padres y su abuela, felices, sonrientes, en otras solo estaban sus padres, abrazados, besándose, capturados por sorpresa.



Pasó sus dedos por ellas, acariciándolas con delicadeza, con miedo a romperlas y perder lo único que tenía de aquella vida.



Tomo entre sus manos una fotografía en la que se encontraba con su abuela y sus padres y la miró, mordiéndose el labio para mantener sus lágrimas bajo control.



Su madre no estaba, hacía mucho tiempo que se había ido de su lado, y la había dejado sola, siendo apenas una niña, ahora su abuela también se había ido, también la había dejado, ya no era una niña, tenía veinticinco años, pero las necesitaba cerca, a las dos, sentía un vacío en su interior que apenas había podido llenar su abuela a lo largo de los años, y que ahora que ella no estaba se había hecho más profundo y escabroso.



Volvió a observar la foto, y ahora reparó en su padre. Él siempre había estado, y aún seguía estando, no cerca, no junto a ella, ni protegiéndola, pero era lo único con lo que contaba ahora. Lo único relacionado con esos años de felicidad, que aún tenía a su lado.



Cogió otra imagen, esta vez una en la que salían los dos. Su padre y ella. El día de su séptimo cumpleaños. Su padre estaba disfrazado de payaso y ella tenía la cara llena de nata porque él la había manchado con la tarta. Estaban riéndose y se les veía tremendamente contentos. Tan contentos como hacía mucho tiempo que no estaban ninguno de los dos.



Recogió las fotografías y las apiló en un montón sobre la mesilla, centrando su atención esta vez en el cuaderno. Se recostó contra el cabezal de su cama y comenzó a leer, cada una de las páginas que había escrito cuando ni siquiera sabía lo que un diario significaba, ni lo importante que serían esas palabras con el paso de los años.



Continuó pasando las páginas hasta llegar a una sucesión de hojas en blanco. Retrocedió a la última en la que había escrito algo y la leyó con atención.




Querido diario:

He decidido dejar de escribirte… para siempre. No tiene sentido que lo siga haciendo, porque te quedan muy poquitas hojas y no quiero que dejes de existir, porque seguro que si te acabas te tendré que tirar y entonces tú también estarás lejos de mí, como lo está mamá y como lo está papá.

Además últimamente no tengo muchas cosas que contarte, y creo que ya me estoy repitiendo mucho en todo lo que te digo, así que no quiero que te canses de mí tú también. De todas formas ahora estoy mejor, y mamá me dijo cuando te me regaló que te utilizara para contarte todo lo que siento porque tú podrías ayudarme, y la verdad es que hace mucho tiempo que no siento nada, y si no siento nada no puedes ayudarme en nada. Así que esto es una despedida definitiva.

Te voy a echar mucho de menos, pero al menos sé que si algún día vuelvo a necesitarte de verdad, podré contar contigo, porque como aún puedes ayudarme, seguirás a mi lado.

Te quiero mucho.

Adiós  para siempre diario bonito.






Ahora era ese momento, ese en el que necesitaba contar con él, en el que necesitaba expresar sus sentimientos en una de esas hojas de papel que milagrosamente siempre conseguían ayudarla.



Tomó un bolígrafo del fondo del cajón de su mesilla de noche, y comenzó a escribir de nuevo en él, como cuando era niña.




Querido diario:



Hace mucho que no te escribo… yo… me siento…






No entendía porque no podía escribir lo que sentía, no era capaz de plasmarlo en el papel, al igual que no podía decirlo en voz alta. Quizá fuera porque ahora no creía, como cuando era niña, que el escribir sus problemas, sus inquietudes, pudiera ayudarla en este momento, cuando sabía que las cosas eran más complicadas de lo que creía cuando tenía ocho años.



Tachó la pequeña e incompleta frase que había logrado escribir y se quedó mirando de forma ausente el pequeño libro.



Se atrevió a escribir una nueva frase, pero de nuevo la tachó. Una y otra vez escribía y tachaba, nada de lo que plasmaba en esa hoja, ya no tan en blanco, reflejaba apenas algo de lo que ella sentía y quería expresar. Sus palabras eran lejanas, inexpresivas, sin sentimiento, todo lo contrario de lo que ella buscaba.



Su mente voló de nuevo y una pegunta surgió en su interior con fuerza. Esa era la realidad, eso era lo que sentía y lo que no era capaz de decir, escribir, ni mucho menos contestar.




¿Por qué todas las personas que me importan me abandonan?




Esa era la gran cuestión que debía resolver, que era lo que ella tenía que provocaba que todas las personas que había a su alrededor más tarde o más temprano la dejaran sola.



Dejó el bolígrafo sobre la cama y se recostó como si fuera un bebé, observando con fijeza esa pregunta sin respuesta.



Respiró profundamente y cerró los ojos para, de nuevo, controlar las lágrimas. No quería llorar, porque ella no lloraba, al menos, no lo hacía desde hacía mucho tiempo, cuando había llorado lágrimas de sangre y no había servido para nada, nadie había estado con ella, nada había cambiado, pero ahora no lo hacía no porque no tuviera quién la consolara, siempre podía contar con Leo y Silvia, sino porque llorar la hacía sentirse completamente vulnerable, y eso era algo que odiaba.





 Entró en la habitación haciendo malabarismos con la bandeja repleta de comida pero en cuanto vio a Gaby dormida, intentó hacer el menor ruido posible. Posó la fuente sobre una mesa próxima a él, y se acercó cuidadosamente hacia la cama.



Se quedó unos segundos mirándola, se la veía en calma, algo que le hacía sentir bien, pero que no le quitaba la preocupación que se había instalado en su interior desde que la había conocido, porque sabía que en el fondo ella seguía pasándolo mal, por todo lo que había vivido y por todo lo que estaba viviendo.



Recogió una colcha que había sobre el banco situado a los pies la cama, y la extendió para taparla con ella. Apartó de su lado el cuaderno que había junto a ella y tras arroparla, lo recogió para ponerlo sobre la mesa. Pero los garabatos que había en la hoja llamaron su atención y a pesar de que sabía que no estaba haciendo lo correcto, comenzó a leer lo que ella había escrito.



Leyó esa frase y las anteriores, punto por punto, coma por coma. Sintiendo una punzada en su corazón. Sabía como se sentía Gaby, pero verlo reflejado de ese modo, sintetizado allí le hacía darse cuenta de que ella no estaba tan bien como quería demostrar. Que nunca había estado tan bien como había querido hacerles creer a todos.



Tenía miedo de quedarse sola, y eso era algo que él no podía permitir. Gaby era algo muy importante para él, lo más importante, y ella debía saber que jamás la iba a abandonar, siempre iba a estar a su lado para todo lo que necesitara. Siempre.



-    ¿Gabriela? – la fuerte voz hizo que Leo se volviera.

-    Shhh, acaba de dormirse – cerró el cuaderno y lo colocó bajo su brazo para terminar de tapar a Gaby – es mejor que salgamos – se dirigió hacia la puerta, indicándole con un brazo al padre de Gaby que le precediera.

-    Necesitaba hablar con ella.

-   Pues se acaba de dormir, y la hacía falta descansar así que será mejor que no la molestes – Leo le miró desafiantemente para persuadir cualquier intención tuviera de hacer lo contrario.

-    No pensaba hacerlo – carraspeó – no tienes de que preocuparte.

-    Mejor.

-   El sepelio será mañana a las once, díselo tú a Gaby de mi parte, por favor.

-    Creo que será mejor que se lo digas tú personalmente, la ayudará.

-    Estoy convencido de que lo mejor es que se lo digas tú.

-    Deberías preocuparte un poco más por ella, no puedo creer que te comportes con ella como con un extraño, es tu hija, por el amor de Dios ¿no te das cuenta de todo el daño que le has hecho y le estás haciendo?

-  Leonardo, no voy a permitir que me hables…. – replicó con enfado.

-   No, el que no va a permitir que Gaby siga así soy yo. Ya es hora de que abras los ojos, de que los dos habléis y aclaréis las cosas, ha pasado demasiado tiempo pero creo que aún no es tarde para arreglarlo – extendió el brazo hacia él con el diario en la mano para entregárselo  - espero que esto sirva de algo, porque cuando Gaby se entere de lo que estoy haciendo no me va a perdonar en la vida.

-    ¿Qué pretendes que haga con esto? – cogió el cuaderno y lo miró sin comprender que podía contener.

-    Que lo leas y reflexiones, pero sobre todo que acabes con esta situación que ha durado demasiado tiempo y que lo único que ha conseguido es destruiros a todos – se giró y regresó a la habitación con Gaby.





 Llamó a la puerta y esperó a que su hija le permitiera entrar. Estaba nervioso. Más nervioso de lo que pudiera recordar haber estado nunca. Le temblaban las manos exageradamente, sin contar el sudor que notaba recorrer su espalda.



Entró en la estancia con la cabeza gacha y frotándose, en vano, sus heladas manos para intentar hacerlas reaccionar y que recuperaran su temperatura y dejaran de temblar.



Gabriela estaba terminando de prepararse, mirando de forma ausente la imagen que el espejo de su tocador le devolvía. Finalmente Leo le había comunicado que el sepelio sería a la mañana siguiente, ya que él no había podido hacerlo.



Había leído integro el diario de su hija, y no se veía capaz de mirarla a la cara. Sabía como se sentía, como se había sentido durante todos estos años, o al menos, había creído saberlo, porque tras ver todas las cosas que ella había escrito en esas hojas cuando apenas era una niña, se había dado cuenta de que ya no sabía nada.



Había pasado años y años alejado de su hija, pensando que estaba haciendo lo mejor, que de esa forma evitaría que su tristeza y su enfado la afectaran, pero en lugar de conseguir su objetivo, había logrado hacerla una persona infeliz, retraída y temerosa, y todos los enfrentamientos que habían tenido desde entonces habían sido fruto única y exclusivamente de su pésima actuación como padre y de su falta de comprensión ante lo que su pequeña sentía.



Ella se sentía culpable de lo que le había pasado a su madre, y se sentía de esa forma porque él, con sus desplantes y rechazos, la había alejado de él y no había estado junto a ella cuando le había necesitado. Pero él nunca la había culpado.



En un principio si que se había sentido enfadado, pero no con ella sino con todos los que le rodeaban, aquellos que, según su atormentada mente, habían permitido que el amor de su vida se muriera sin hacer nada al respecto, pero con el paso del tiempo había dejado de culpar al mundo y se había dado cuenta de que nadie había tenido la culpa y que debía afrontar lo que había pasado, para poder continuar.



Pero entonces ya había sido demasiado tarde, Gaby había crecido y el rencor que ella sentía por él era mayor que las ganas que tenía él de intentar arreglar las cosas. Había optado por una actitud de pasotismo, encargándose de lo que ella necesitara pero sin participar en nada más, sin intentar atravesar la línea que ella había marcado entre ellos.



Ahora era el momento de atravesarla, Leonardo tenía toda la razón, había pasado demasiado tiempo, y los dos habían sufrido demasiado. Ahora solo estaban ellos dos, y eso era lo único que importaba, tenían que hablar, pero hablar con la verdad como nunca lo habían hecho y solucionar de una vez por toda esa situación.



Se acercó hasta ella y carraspeó suavemente para llamar su atención.



-  Casi estoy lista – Gaby se levantó de la silla en la que se encontraba.

-   No, espera – la sujetó suavemente de los brazos y la sentó de nuevo – necesito que hablemos.

-    Se nos va hacer tarde.

-  Tenemos tiempo de sobra – acercó una banquetita y se sentó frente a su hija, sin dejar de mirarla, sacando fuerzas de donde no las había – te pareces tanto a tu madre – la acarició la mejilla con una m elancólica sonrisa dibujada en los labios.

-    No… – apartó la cara manteniendo la mirada fija en el suelo, para que el brillo de sus ojos pasara desapercibido por su padre – …es momento para hablar de estas cosas.

-   Te equivocas cariño, es el momento perfecto para que hablemos, hace mucho que deberíamos haberlo hecho, pero he sido demasiado estúpido como para dejar pasar el tiempo y aumentar la distancia que hay entre nosotros.

-  Pensé que la distancia que había entre nosotros era la que tú querías – le dijo con un toque de desprecio en la voz y una mirada desafiante.

-    Jamás he querido esto, eres lo único que tengo.

-    Hace diecisiete años que dejaste de tenerme.

-  Nunca te he culpado por lo ocurrido, - continuó él sin dejarse amilanar por el comentario - he podido culpar al mundo entero pero nunca a ti, jamás.

-  Pues tu comportamiento conmigo decía otra cosa totalmente distinta.

-    Lo sé, y lo siento.

-    Puede que sea tarde para eso.

-   Y yo espero que no lo sea. Me di cuenta demasiado tarde de lo que había hecho, de que te había alejado.

-    Pudiste hacer algo para remediarlo, pero...

-   Pero no lo hice, - la interrumpió - lo sé, estaba enfadado con todos, no quería que tu lo vivieras, por eso te mandé al internado.

-    Lo viví de igual forma.

-  Me pasaba el día trabajando y las noches llorando, solo podía pensar en que la había perdido.

-  Yo la también la perdí – y volvió a llorar como se había prometido no volver hacer nunca – me quedé sola por todos los lados con ocho años.

-  Mi pequeña – se arrodilló en el suelo y la abrazó intentando consolarla como tantas veces debía haber hecho años atrás - Ahora me doy cuenta, y me arrepiento tremendamente, - se separó un poco de ella, para enmarcar el rostro de su hija con sus manos y mirarla con el corazón en la mano - pero en aquel entonces solo podía pensar en que verte a ti era como verla a ella, revivir segundo a segundo el momento en el que me dijeron que había muerto y tuve que verla… - se le quebró la voz y bajó la cabeza intentando recuperar el aliento – pensé que hacía lo mejor para ti, para los dos, y en cambio, cometí el peor error de mi vida y te hice infeliz a ti – Gabriela acarició el rostro de su padre para intentar calmarle.

-    Y ¿Por qué ahora? ¿Por qué te decides ahora a intentar arreglar las cosas?

-    Porque alguien que te quiere bien me ha hecho abrir los ojos.

-    ¿Quién?

-    Eso no puedo decírtelo cariño – la sujetó la mano y se la acarició con el pulgar - ¿Qué me dices? Después de escucharme, ¿podrás algún día lograr perdonarme?

-    Yo… - se mordió el labio inferior y parpadeó intentando aclarar la vista.

-   Me perdí tu infancia, no me gustaría perderme más cosas de tu vida.

-    Papá yo… –las lágrimas volvieron a invadir sus ojos y al igual que antes le había ocurrido a su padre, la voz se le quebró impidiendo que pudiera continuar hablando.

-    Cariño – abrazó a su hija para intentar calmarla.

-    No quiero tener que volver a estar sin ti, papá – enterró aún más su rostro en el pecho de su padre, disfrutando del abrazo que tantas veces había anhelado.

-   Siempre voy a estar contigo mi pequeña, a partir de ahora las cosas van a cambiar, no voy a dejarte sola – se abrazaron, de nuevo, entre sollozos.

-   Bueno – él se separó ligeramente y limpió los surcos que habían dejado las lágrimas en el rostro de Gaby – basta de lloros – Gaby imitó el gesto en el rostro de su padre - arréglate que tenemos que irnos – sonrió cómplicemente – ya sabes lo pesada que se ponía la abuela con eso de que había que llegar a la hora.

-   Si, ella siempre es… -se puso seria – era muy puntual – bajó la cabeza con pesadumbre – la voy a echar mucho de menos.

-    Y yo también cariño – levantó con un dedo la cabeza de su hija y la sonrió – pero esta vez estaremos juntos, y la ausencia será menor.

-    Te quiero papá – se lanzó a sus brazos de nuevo.

-   Yo también te quiero mucho Gaby – acarició con movimientos acompasados el cabello de ella – siempre te he querido, mi chinita.



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El cuarto relato. Ya sólo quedan dos. Espero que os guste.