Odiaba el campo.
No tenía un por qué, pero siempre
había sido así.
Desde pequeña la habían llevado cada
verano a pasar las vacaciones con sus abuelos maternos y siempre se había
sentido igual.
Nunca había entablado amistad con
ninguno de los niños que allí vivían y no es que ella fuera una niña
introvertida ni rara, en la ciudad tenía miles de amigos con los que disfrutaba
y se divertía. Pero en el pueblo no conseguía sentirse bien con nadie.
Al principio sus padres la habían
obligado a ir al pequeño parque en el que todos los niños se reunían, pero
todos se conocían y ella era como una isla en mitad del océano por la que todos
sentían curiosidad pero que pronto dejaba de tener importancia. Su momento de
gloria pasaba y volvía a convertirse en esa niña desconocida que venía de la
ciudad y que a nadie le importaba.
Con el paso de los años había dejado
de intentar formar parte de un lugar que no la quería y simplemente se había
dedicado a sobrellevar el tiempo que allí pasaba.
Se encerraba en su habitación, se
aislaba del pequeño mundo al que, año tras año la arrastraban, añorando la
ciudad, a sus amigos, con el único propósito de concentrarse en sí misma. Deseando
que llegara el fin del verano para poder regresar a su casa y a su vida.
Pero ahora su vida y su casa habían
cambiado.
Sus padres se habían divorciado y
para nada había sido una separación amistosa. Habían pasado meses tirándose los
trastos a la cabeza y ella había tenido que soportar sus gritos y sus insultos,
mientras aparentaba que nada de aquello la afectaba.
Su padre no había querido saber nada
de ella. Ni siquiera se había molestado en luchar por su custodia. Le había
importado más librarse de ellas para poder disfrutar de su nueva y joven novia
en la casa en la que se había criado.
Su madre se había hundido al
descubrir que su marido hacia meses que tenía una amante y había decidido
regresar a casa de sus padres, para intentar superar todo lo ocurrido,
arrastrándola a ella en su huída, condenándola a vivir en el peor lugar que
podía existir.
Llevaba meses viviendo en casa de
sus abuelos. Asistiendo al instituto con otros chicos del pueblo que a pesar
del tiempo no dejaban de ser desconocidos.
Se sentía perdida, sola. Se había
convertido en una persona introvertida, que se alejaba de todo lo que la
rodeaba, incapaz de disfrutar.
Echaba de menos todo lo que había
dejado atrás. Quería regresar, volver a su vida de antes. Pero sabía que eso
era algo casi imposible, al menos en ese momento.
Vivir con su padre no era una
opción. Él no se había preocupado por ella en todo ese tiempo, ni siquiera la
había llamado en su cumpleaños. Y no tenía más familia con la que poder
quedarse.
Por lo que su única solución era
aguantar todo aquello hasta el fin del verano. Con el nuevo curso podría salir
del pueblo, volver a la ciudad, comenzar junto con su primer año en la
universidad, una nueva vida, su nueva vida.
Y eso se había convertido en su
máxima, su único objetivo. Lo único que la importaba. Se pasaba los días
estudiando, enfrascada entre libros, sintiendo que esa era la única forma para
conseguirlo.
– Claudia.
– su madre abrió la puerta sobresaltándola. - tu abuela me ha pedido que vayas
a casa de doña Rosario.
– ¿no
puedes ir tú? – se quitó las gafas, dejándolas sobre el escritorio y se giro en
la silla para mirarla – mañana tengo un examen, tengo que estudiar.
– Solo
serán cinco minutos, además, yo no puedo ir, tengo que llevar al abuelo a
comprar unas cosas para los animales y para el huerto.
– Pero
mamá… – se quejó - ¿Qué quiere la abuela que haga en casa de la señora Rosario
ahora?
– No
me lo ha dicho, arréglate tú con ella. Cuanto antes vayas antes podrás regresar
a estudiar.
Se levantó molesta y bajó las
escaleras con pasos pesados en busca de su abuela.
La encontró en la cocina, haciendo
sus famosas magdalenas. Cogió una de las que había preparado en una cesta de
mimbre y le quitó el papel del molde, dándole un buen mordisco.
– Mamá
me ha dicho que quieres que vaya a ver a la señora Rosario.
– No
se habla con la boca llena, niña. – Claudia se limpió con la manga de la
sudadera las migas que se le habían quedado prendidas en la barbilla y tragó
antes de hablar.
– ¿Qué
tengo que hacer allí? mañana tengo examen.
– Te
pasas todo el día estudiando, no me extraña que necesites gafas para leer,
debes de tener las pestañas quemadas de tanto leer.
– Uso
gafas porque tengo hipermetropía.
– Porque
no paras de leer – simplificó la anciana – deberías salir a tomar un poco el
aire, pasear por el río, está precioso en esta época del año y tú estás
demasiado pálida.
– Algún
día abuela – la siguió la corriente - ¿Qué tengo que llevarle a la señora
Rosario? – insistió.
– Esa
cesta. He preparado más magdalenas de las que podemos comer nosotros, y a Rosi
y sus nietos siempre les han encantado mis magdalenas.
– ¿y
no se las puedes dar más tarde?
– No
seas pejiguera, niña. – la regañó como si en lugar de dieciocho tuviera cuatro
años.
– Siempre
tengo que hacerte los recados.
– Porque
es la única forma de que conozcas el pueblo, con esa manía tuya de encerrarte
en el cuarto. Eso es por haberte criado en esa locura de ciudad, ya le dije a
tu madre que no iba a ser bueno para ti. - Claudia viró los ojos, consciente de
que iba a escuchar otra de las peroratas de su abuela a favor de vivir en el
campo y se limpió las manos en los vaqueros. - Los niños tienen que criarse en
la naturaleza, con el sol en sus caras, no con todos esos humos que hay en la
ciudad. – continuó exponiendo su punto de vista la mujer.
– Sí
abuela, - se colgó la cesta del brazo y se encaminó hacia la puerta - se lo
llevo ya.
Salió a la calle, cuidando de cerrar
la portilla del jardín, para evitar una reprimenda de su madre, y se encaminó a
la parte alta del pueblo.
Subió la empinada cuesta, tropezando
varias veces con los adoquines desencajados por los años, que tanto odiaba, y
que más de una vez la habían hecho caer.
Saludó, sin demasiadas ganas, a un
par de amigas de su abuela que caminaban al contrario que ella hablando
animadamente, seguramente criticando a la hija de una vecina, o al nieto de una
prima, o a cualquiera que tuviera la mala suerte de hacer algo fuera de las
normas no escritas del maldito pueblo; y apretó el paso deseosa de llegar
pronto a su destino, para más pronto aún regresar a casa, a su habitación,
donde sentirse a salvo.
Abrió la portilla del jardín de la
pequeña casa de la señora Rosario y caminó hacia la puerta principal,
esquivando gnomos de colores, burritos de cerámica y jardineras repletas de
flores que la buena señora tenía desperdigadas por el pequeño acceso que hacía
las veces de jardín.
Llamó varias veces a la puerta con
los nudillos, consciente de las anteriores veces que había tenido que
visitarla, que no tenía timbre eléctrico y el llamador estaba bastante oxidado,
y costaba un gran esfuerzo moverlo.
La puerta se abrió y un chico de su
edad, que reconocía de verlo en el autobús escolar y en su clase en el
instituto abrió la puerta con cara de pocos amigos.
– Hola.
Mi abuela me manda para que… – comenzó a explicarse Claudia sin demasiadas
ganas de contarle todo aquello a él, el chico más “popular” del pueblo, con el
que poco tenía que ver y menos quería tener que ver.
– Abuela
– gritó él interrumpiendo su discurso y metiéndose en uno de los cuartos,
dejándola a ella plantada en la puerta con cara de pasmarote.
– Ay,
este chico – la señora Rosario salió de la cocina secándose las manos en un
paño de cocina – discúlpale, hija, acaba de tener una discusión con su padre y
está insoportable.
– No
se preocupe Rosario. – intentó forzar una sonrisa que disimulara su cara de
tonta – mi abuela me envía con unas magdalenas para usted. Ha preparado más de
la cuenta y ha pensado que le gustaría unas cuantas.
– Oh,
que amable es tu abuela siempre. Pero pasa, pasa, no te quedes ahí, hija,
acompáñame a la cocina y te serviré algo de leche, está recién ordeñada.
– No
se moleste. – intentó rechazar su buen gesto, para evitar tener que decirle que
no le gustaba la leche de vaca, y menos de vacas recién ordeñadas que no han
pasado un control de calidad. – tengo que regresar a casa.
–
Solo
será un momento.
La mujer se perdió en la oscuridad
de la casa entrando en el cuarto del que había salido, y Claudia se vio en la
obligación de entrar y seguirla hasta la rustica cocina, donde trabajaba
afanosamente, enfrascando mermelada casera.
Pasó a la estancia, colocando la
canastilla sobre la mesa y se apoyó contra ella, metiéndose las manos en los
bolsillos delanteros del pantalón, intentando parecer menos incómoda de lo que
realmente se sentía.
– Rosario,
de verdad que no puedo quedarme. Tengo mucho que estudiar.
– Ay
hija, que razón tiene tu abuela con decir que eres responsable. Aunque es una
tontería eso que dice de que lo eres demasiado. Nunca se es lo suficientemente
responsable en esta vida.
– Muchas
gracias – Claudia frunció el ceño algo confusa por las palabras de la mujer,
que no llegaba a decidir si considerarlas realmente como algo de lo que
sentirse orgullosa.
– Si
mi nieto fuera un poquito más como tú. Otro gallo nos cantaría con este chico.
Que lo único que parece importarle es hacer el vago y pelear con todo el mundo.
– la mujer la miró y la ofreció uno de los botes que acaba de rellenar -
¿Quieres llevarte un poco?
– No
gracias, no se moleste.
– No
es molestia, aquí compartimos lo que buenamente podemos. – la señora cogió tres
botes de la encimera y los metió en una bolsa de lona, tendiéndosela después a
ella, que la aceptó de inmediato – no como en esa locura de ciudad en la que
vivías, en donde nadie se preocupa por sus prójimos. – Claudia carraspeó algo
más incómoda que antes y miró por la ventana hacia la calle, ansiando el
momento de poder irse.
– Abuela,
me voy. – el chico que le había abierto la puerta apoyó la mano descuidadamente
en el marco la puerta.
– ¿Cómo
que te vas? – le preguntó la anciana confusa - Tu padre te dijo….
– He
quedado con los chicos en la plaza. – cambió de postura, cruzando los brazos
sobre el pecho - Me están esperando.
– Pero
no puedes salir, Claudia está aquí.
– ¿y?
– el chico la miró de arriba abajo - ¿Cuál es el problema?
– Pues
que no es de un buen anfitrión.
– No,
si yo ya…. – intentó disculparse nuevamente la chica.
– No
es mi invitada – la interrumpió utilizando de nuevo un tono cortante y altivo.
– Tus
padres te dejaron conmigo hasta que regresaran de las compras y conmigo te vas
a quedar – se impuso la anciana hastiada del fastidioso comportamiento de su
nieto – no quiero tener problemas con ellos más tarde. Así que en lugar de
andar queriéndote escabullir por cada esquina, deberías ir al salón y ponerte a
estudiar para mejorar las notas, que según las últimas noticias que me han
llegado no son dignas de correrías con esos buenos para nada con los que vas. –
le regañó dejando al chico con cara de enfado y a Claudia completamente
sorprendida de presenciar aquello.
– Yo
creo que será mejor que me vaya. – intentó escabullirse Claudia, para evitar
tener que presenciar una discusión familiar que ni la iba ni la venía.
– No
tienes porque meterte en mis asuntos y mucho menos delante de esta, - el chico
señaló a Claudia que intentaba buscar la mejor manera de salir de la cocina por
el apenas inexistente hueco de la puerta que el cuerpo de él dejaba - que no
tiene porque enterarse de mi vida.
– Darío.
Eres un maleducado. No deberías hablarle así a Claudia. Ella no tiene culpa
alguna de que estés enfadado con el mundo y lo único que ha hecho es ser
amable.
– No
se preocupe Rosario que yo ya me voy. – insistió la chica intentando de nuevo
pasar, pero sin conseguirlo ante la inmovilidad del chico ante la puerta.
– ¿Ves
como es un cielo? Ni se molesta por tus malos modos. No te mereces siquiera que
te vaya a ayudar con el colegio.
– ¿Qué
me va a ayudar con el colegio? – le preguntó a su abuela enfadado y sorprendido
a partes iguales.
– ¿Qué
le voy a ayudar? – preguntó, ella también, totalmente fuera de lugar.
– Tú
abuela ya me ha dicho que estarías encantada de ayudarle a aprobar para que
pueda presentarse a esa cosa para estudiar en la universidad y que podíais
empezar este mismo lunes.
– Yo
no he dicho eso, ni siquiera sabía que mi abuela había dicho eso. – paseó la
mirada del chico, que volvía a estar cruzado de brazos y centraba su mirada
totalmente enfadada en ella, a la abuela de este que la miraba sorprendida.
– No
pienso dejar que esta me dé clases.
– Ni
yo pienso dártelas chaval, así que no te hagas ilusiones. – le espetó con
antipatía correspondiendo su mirada airada, para a continuación volverse hacia la
mujer - Mire Rosario, me ha encantado pasar a saludarla, muchísimas gracias por
la mermelada, pero yo tengo que ir a estudiar y sinceramente, y no le siente
mal, no voy a darle clases a su nieto.
– Pero
hija….
– Lo
siento mucho Rosario. Hasta luego.
Claudia le dio un golpe en el pecho
al chico para apartarlo y una vez que consiguió su objetivo, se encaminó hacia
la salida de la casa, sin reparar en las voces que se oían a su espalda.
No podía creer lo que su abuela
había hecho. Realmente estaba alucinada con que ofreciera, sin su permiso, sus
servicios como profesora particular como el que ofrece un vaso de agua.
Para nada iba a hacerlo, primero
porque no tenía intención de ayudar a un chaval tan maleducado y creído,
segundo porque tenía cosas más importantes que hacer que perder su tiempo con
un ignorante que no se preocupaba por sus estudios y tercero, porque simple y
llanamente no le daba la gana de hacerlo.
Bajó la cuesta casi a la carrera y
entró en la casa dando un descuidado aventón a la portilla y un posterior
portazo a la puerta principal, sin importarle, esta vez, si su madre se
enfadaba o no.
Buscó a su abuela por la casa, sin
encontrarla por ningún lado. Diez minutos más tarde se dio por vencida y subió
a su habitación encerrándose en ella con el consiguiente portazo, que la
permitía adentrarse de nuevo en su tranquila realidad.
Media hora después escuchó la
alterada voz de su abuela, llamándola a voz en grito desde el piso de abajo.
Sabía por su tono que la señora Rosario le habría contado todo lo ocurrido,
pero esta vez no le importaba.
Por primera vez, iba a dejar de ser
la niña obediente a la que le da igual todo lo que pase, para ser la chica que
maneja las pocas cosas que puede controlar de su vida.
Bajó las escaleras de dos en dos,
sin ni siquiera haberse parado a dejar las gafas o el bolígrafo que estaba
utilizando sobre el escritorio, y al llegar al rellano de la planta baja, su
abuela la miraba con gesto de enfado y los brazos cruzados.
–
Te
parecerá bonita la forma en la que te has comportado en casa de Rosario.
–
Te
parecerá bonita la forma que tienes de manejar mi vida a tu antojo –
contraatacó adoptando su misma postura.
–
A
mí no me hables así jovencita.
– Pues
entonces no accedas a cosas sin ni siquiera preguntarme. Así te ahorraras dos pájaros
de un tiro, ni te hablaré así ni me comportaré de forma inadecuada frente a tus
amigas.
– Es
de buen vecino ser agradecido y a ti no te cuesta nada ayudar a ese chico. No
puedes ser egoísta.
– No
es de ser egoísta. Tengo más cosas que hacer que preocuparme de que ese inútil
aprenda algo que no le interesa aprender.
– Tú
no eres así Claudia.
– Hace
tiempo que dejé de ser yo misma. – pasó al lado de su abuela para dirigirse
hacia el perchero y coger de este su chaqueta.
– ¿Adonde
vas?
– Al
río
– ¿al
río? Pero si nunca quieres ir allí – la miró como si se estuviera volviendo
loca - ¿Qué vas a hacer en el río a estas horas?
– Ahogarme.
Claudia salió de la casa dando un
nuevo portazo, caminando con un renovado enfado.
No le gustaba discutir y mucho menos
hacerlo con su abuela, pero le superaba que manejaran su vida, lo habían hecho
durante demasiado tiempo y ahora que tenía edad suficiente para decidir sus
propias cosas, no iba a dejar que siguieran haciéndolo.
Bajó el pedregoso y estrecho sendero,
cuidando de no tropezar y caer.
Llegó, por fin, a la ribera del río,
y se quedó, durante unos segundos, mirando como el agua bajaba calmada y se
escurría entre las rocas.
Caminó hacia esas mismas rocas que
formaban un pequeño camino y se subió en la más cercana a la orilla, haciendo
equilibrios para evitar caer, hasta conseguir mantenerse firme por sí misma, acuclillándose,
entonces, para acariciar el agua con los dedos.
– Te
vas a caer.
La voz a su espalda la sobresaltó.
Se levantó con rapidez, perdiendo el
equilibrio, pero una mano sujetó su brazo manteniéndola sobre la piedra,
soltándola inmediatamente después de que estuviera segura.
Claudia se giró cuidando de que no
le ocurriera lo mismo, y regresó a la estabilidad de la orilla, correspondiendo
a la mirada de Darío que la miraba cruzado de brazos, con una sonrisa burlona.
– ¿Qué
estás haciendo aquí? – le espetó intentando recuperar la compostura.
– El
río es de todos – le respondió él con altanería.
– Bien,
entonces la que se va soy yo.
– No,
espera, en realidad he venido a verte a ti.
– ¿a
mí? – le miró como si estuviera mal de la cabeza.
– Sí,
fui a buscarte a tu casa y tu abuela me dijo que te había dado un ataque de
locura y habías venido aquí. – le explicó con una sonrisita socarrona.
– ¿y
por qué tanto interés en encontrarme? – se cruzó de brazos mirándole con
indiferencia.
– Mi
abuela me ha dicho que debía disculparme – viró los ojos de forma trágica - por
mi comportamiento.
– ¿y
por qué ibas a hacerla caso?
– Porque
si no lo hago me quedaré sin paga hasta nuevo aviso, sin viaje de fin de curso
y sin verano.
– ¿y
eso tiene que importarme en algo?
– Claro
que sí, porque tienes que decirle a mi abuela que me he disculpado y que vas a
darme clases para que mejore mis notas.
– Realmente
no te has disculpado aunque tampoco hace falta. Y lo que dije en casa de tu
abuela iba en serio, no pienso ayudarte.
– Mis
padres te van a pagar.
– No
me importa el dinero.
– Y
yo podría ayudarte.
– ¿tú
a mí? – soltó una carcajada sarcástica y le miró con los ojos entrecerrados –
no hay nada en que me puedas ayudar.
– Me
llevo bien con todo el mundo, todo el pueblo me conoce…
– Es
lo que tiene este fantástico pueblo – ironizó – todo el mundo se conoce, todos
saben todo de todos.
– Soy
un chico querido en el pueblo, por así decirlo. – continuó, sin reparar en su
comentario, con una sonrisa de superioridad pintada en la cara.
– ¿y
eso a mí en que narices me tiene que importar?
– Si
te llevo con mis amigos y te muestras un poco amable….
– Creo
que no estoy entendiendo lo que me quieres decir.
– ¿no
eras tan lista? – intentó picarla - A ver, si me ayudas yo te ayudaré a que te
integres, para que salgas con nosotros y esas cosas. – Claudia sonrió y cuando
Darío la imitó, se puso totalmente seria.
– Lo
siento. No me interesa – se giró molesta y comenzó a caminar hacia su casa.
– No
puede ser que seas tan rara. – le espetó siguiéndola de mal humor.
– ¿Perdona?
– Claudia se paró, girando en redondo y le miró con los brazos en jarras.
– Pues
eso, que no es normal. Llevas viniendo al pueblo toda la vida, ahora estás
viviendo aquí y no tienes ni un solo amigo, ni siquiera hablas con los demás
chicos.
– Eso
no es asunto tuyo.
– Sé
que lo que de tu padre ha sido una putada, pero ni siquiera eso es excusa
porque ya te comportabas así antes…
– Tú
no tienes ni idea – le gritó.
– Ni
tampoco me interesa tenerla. Por mí como si te das de cabezazos contra la
pared, yo solo quiero que me ayudes a aprobar.
– Eres
imbécil.
– Y
tú una amargada. Pero ¿qué se le va a hacer? – se encogió de hombros con
indiferencia - C’est la vie, tenemos que vivir con ello.
–
Si
antes me caías mal, ahora no puedes hacerte a la idea.
–
Ya
te has desahogado, así que genial. - meneó levemente la cabeza en la dirección
en la que se encontraba Claudia - ¿Cuándo empezamos con las clases?
– Realmente
eres idiota. – se giró bruscamente y se encaminó definitivamente hacia su casa.
Si antes pensaba que los
adolescentes del pueblo no tenían nada ver con ella, ahora lo había comprobado.
No se arrepentía de la actitud que había adoptado todos esos años, al fin y al
cabo, no había nada que mereciera la pena conocer.
Ahora solo deseaba que esos meses
pasaran pronto para poder poner tierra de por medio entre ella y ese lugar,
pero hasta entonces, se conformaría con vivir como hasta ahora, manteniéndose
alejada de todo aquello, que nada tenía que ver con ella, y centrándose en lo
que realmente era importante, sus estudios.
><·><·><·><
Habían pasado diez años. Diez años
en los que tan solo había vuelto de visita y para pasar alguna fiesta, para
acallar el sentimiento de culpabilidad que sentía su corazón a causa de la lejanía
de su familia.
Y ahora tenía que regresar. De nuevo
tenía que volver a vivir a ese pueblo, que siempre había sido su cruz y del
que, años atrás, había creído librarse.
Pero de nuevo en su vida las cosas
habían cambiado. Un nuevo revés le había trastocado su vida, sus planes.
Su madre había muerto en un
accidente de coche hacía apenas un mes y ella tenía que hacerse cargo de sus
abuelos. Su abuelo estaba enfermo y su abuela demasiado mayor como para
ocuparse de él y de ella misma.
No tenía corazón para llevárselos a
la ciudad con ella, cambiar sus rutinas y obligarles a vivir en una realidad
totalmente distinta a la que conocían y que, sabía, acabaría con ellos más
pronto que tarde.
Así que de nuevo era ella la que
tenía que adaptarse, que variar el rumbo de su vida y aceptar lo que el destino
había dispuesto para ella.
Tras el entierro, se había pasado un
par de semanas en la ciudad arreglando todos los papeles, suyos y de su madre,
pidiendo una excedencia en su trabajo, recogiendo sus cosas y despidiéndose de los
pocos a los que podía considerar verdaderos amigos.
Dejando todo atado antes de
olvidarse de lo que había dejado atrás y centrarse en lo que tenía que afrontar.
Ya que a partir de ese momento ese pueblo tan odiosamente querido era ahora su
nuevo hogar.
Y tan solo unos metros la separaban
de él.
Un sonido ligero llamó su atención.
El coche traqueteó de un lado para el otro, obligándola a hacerse a un costado
de la carretera, consciente de que algo extraño había pasado.
Salió del coche, para comprobar que,
gracias a otras de las maravillas del lugar, los caminos empedrados, había
pinchado.
Ni siquiera su coche quería llegar
allí.
Tiró las gafas de sol sobre el
asiento, y tras cerrar la puerta, se apoyó contra el lateral del vehículo
admirando el paisaje, recordando por qué odiaba tanto aquel lugar.
En ese pueblo todo iba al revés que
ella. Cuando ella estaba contenta, el paisaje era de lo más adusto, oscuro,
repleto de nieve, todo helado por el frío. En cambio cuando se sentía triste,
completamente hundida, todo a su alrededor resplandecía.
Como en ese día, en el que el sol
bañaba los campos verdes, haciéndoles parecer recién regados, sacándoles
chispas de distintas tonalidades de verde. Los árboles rebosaban de hojas e
incluso algunos tenían flores de espectaculares colores que se combinaban a la
perfección con las múltiples flores silvestres que crecían en los prados. El
cielo estaba completamente azul sin ninguna nube a la vista, tan solo decorado
con un hermoso sol que iluminaba todo lo que se encontraba a su paso.
A todo menos a ella.
Abrió el portón, sacando las maletas
y cajas que llevaban, para trasladarlas a la parte trasera del coche y poder
sacar la rueda de repuesto con mayor comodidad.
Levantó el falso suelo del maletero
y tras coger las herramientas que venían encajadas en la sobrecubierta que
ocultaba el moderno mecanismo, revisó las instrucciones que debía seguir.
Introdujo la manivela en el agujero
que se indicaba y comenzó a girarla para bajar la rueda del hueco en el que estaba
guardada dentro del chasis, pero la rueda no se movía. Lo intentó varias veces
más pero de nuevo sin éxito.
Cansada de no conseguir nada, y
harta de que la palanca se saliera una y otra vez, comenzó a golpear el
mecanismo con ella, con el único fin de sacar su frustración.
– Sigues
siendo igual de rara que hace diez años.
Claudia pegó un salto, tirando el
hierro por inercia y volviéndose para descubrir quién era la persona que la
hablaba.
– ¿perdona?
– E
igual de explícita.
El hombre cerró la puerta de su todoterreno
negro y se acercó a ella sonriendo burlonamente.
Su actitud altanera le resultaba
familiar, y en su rostro podía reconocer algunos rasgos que le parecían
conocidos, pero no sabía decir quién era aquel desconocido que parecía
conocerla.
Había pasado mucho tiempo allí,
seguramente habrían ido al mismo instituto o se habrían cruzado por el pueblo
en algún momento pero ella era incapaz de recordar.
Él recogió la manivela del maletero
y comenzó a toquetear el sistema que a ella la había estado volviendo loca.
– No
necesito tu ayuda. - le espetó Claudia, confusa ante la situación y el tipo que
tenía frente a ella.
– Por
la forma que tenías de aporrear la rueda, créeme que la necesitabas. Además
aunque no te guste, en el pueblo nos ayudamos.
– Sí,
sí, eso lo sé – se apoyó en el parachoques y le miró mientras sacaba sin
dificultad la rueda del cesto que había aparecido como por arte de magia bajo
el chasis.
– No
sabes quién soy ¿verdad? – el hombre la sonrió mientras rodaba la rueda hacia
la parte delantera.
– ¿Debería?
– Yo
sé quién eres tú.
– Porque
aquí sois todos unos cotillas.
– Ya…
- el hombre soltó una carcajada y recogió el gato hidráulico y la llave de tubo
dirigiéndose con ellas hacia la rueda pinchada – ¿no quieres intentarlo al
menos?
– ¿intentar
el qué? – le preguntó con el ceño fruncido sin entender a qué se refería.
– Adivinar
mi nombre – le explicó con simpleza colocando el gato y accionando la manivela
para elevar el coche – creo que fui el único con el que alguna vez hablaste -
exageró.
– Mira
– se colocó a su lado con los brazos cruzados, observando cada uno de sus
movimientos – te agradezco mucho que me estés ayudando pero no estoy para
jueguitos estúpidos.
– Y
siempre tan sociable – susurró cogiendo la llave de tubo para comenzar a quitar
las tuercas a la rueda. – soy Darío.
– ¿Darío?
– intentó recordar quién era pero no lo conseguía.
– Sigues
sin saber quién soy ¿a qué sí?
– Es
que no soy muy buena para los nombres.
– El
nieto de Rosario.
–Oh,
– le miró con el ceño fruncido, esta vez por algo parecido al enfado - tú.
–
Ahora
sé que sabes quién soy – se rió, continuando con su tarea en silencio.
Claudia le miró trabajar,
correspondiendo a su silencio.
Ahora que tenía algo con que
relacionarlo comenzó a observarle con más detenimiento. En realidad no había
cambiado tanto. Había crecido, desarrollado su cuerpo. Sus facciones no habían
sufrido demasiadas variaciones a excepción de las lógicas debido al paso de la
adolescencia a la adultez. Su pelo se había oscurecido un poco, convirtiéndose
en un castaño algo más oscuro del que recordaba. Pero sin duda había algo en él
que se había mantenido constante, además de su actitud, y eran sus ojos verdes,
que mantenían ese brillo pícaro que la había sacado de quicio alguna vez.
– ¿y
qué ha sido de tu vida en estos años? – retomó la conversación Darío, mientras
sacaba la rueda pinchada para colocar la buena en su lugar.
– Estudié
arquitectura y ahora trabajo en un estudio. Bueno, trabajaba. Tuve que pedir
una excedencia.
– Ya
sé que vuelves a vivir aquí. – Claudia viró los ojos ante el nuevo síntoma de
“discreción” del pueblo.
– Tengo
que hacerme cargo de mis abuelos.
– Sí…
- puso la rueda contra el lateral del coche. Se sacó un trapo de uno de los
bolsillos y se limpió las manos distraídamente en él. – supe lo de tu madre –
dejó de mirarse las manos para mirarla a ella – lo siento mucho, Claudia, era
una buena persona. Me hubiera gustado ir al funeral, pero estaba de viaje….
– No
te preocupes – forzó la sonrisa de agradecimiento que durante el último mes
había conseguido casi perfeccionar – y gracias – el chico correspondió a su
mueca y volvió al trabajo cargando con la otra rueda y encajándola en su lugar.
– Así
que arquitectura…
– Sí.
– Te
pega.
– ¿Qué
significa eso?
– No
sé – se encogió de hombros, tanteando en el suelo hasta encontrar la primera de
las tuercas – siempre te ha encantado la ciudad ¿no?, odiabas vivir en el
pueblo, te pega eso de diseñar urbes inmensas, acabar con bosques y campos
verdes, para construir en su lugar rascacielos y macro urbanizaciones.
– Yo
no hago eso. Los proyectos que realiza mi estudio van a favor del medio
ambiente.
–
Sí,
seguro… - admitió con una sonrisita de burla.
– ¿Y tú qué? ¿conseguiste hacer algo útil con tu vida? – intentó pincharle, ofendida
por sus comentarios.
– A
pesar de la poca ayuda que recibí por tu parte – paró de ajustar una de las
tuercas y alzó la mirada para verla – por cierto, muchas gracias por no darme
esas clases, nunca tuve oportunidad de agradecértelo como correspondía –
ironizó.
– Necesitaba
todo mi tiempo para conseguir la beca. Y mis clases no te hubieran servido para
nada, tu problema era que te hacías el gracioso siempre, por eso los profesores
te suspendían.
– ¿eras
una experta en esos ámbitos y no me dí cuenta?
– No
parecías excesivamente tonto – se encogió de hombros con simpleza.
– Creo
que eso es lo más parecido a un cumplido que se puede esperar de ti, así que
gracias. – sonrió para sí mismo - Y en cuanto a mi vocación, te diré que soy
ingeniero agrónomo, seguramente no conseguí unas notas tan altas como las
tuyas, pero me dieron el título, que ya es algo, y ahora me encargo del negocio
familiar, digamos que modernizándolo.
– Pues
eso sí que no te pega.
– ¿Por
qué no?
– No
sé, tú eres como el capitán del equipo de fútbol de las series americanas, ese
que es el más popular en el instituto y acaba siendo un fracasado, bebedor de
cerveza que vive de los recuerdos de los buenos tiempos.
– ¿intentas
decirme que esperabas que me convirtiera en un alcohólico y un vago que vive a
cuenta de su familia? – la miró divertido, tomándose sus palabras más como una
broma que como un insulto.
– Supongo
– frunció los labios, no muy segura de que sus palabras expresaran realmente lo
que pensaba y se encogió de hombros.
– Realmente
no has cambiado nada. – se rió.
Se puso en pie, comprobando que
todas las tuercas estaban lo suficientemente apretadas. Y una vez que se sintió
satisfecho, comenzó a recoger todo lo que había estado utilizando.
Mientras Claudia se hacía a un lado
para dejarle espacio, sin poder dejar de pensar en la realidad de sus palabras.
A pesar de los años ella seguía
igual que siempre. Con sus manías, con su perfeccionismo y su obstinación, con
ese sentimiento de no pertenecer a ningún lugar que durante tanto tiempo la
había hecho sufrir y que había aprendido a soportar. Con una rabia desmedida
hacia la vida por las pruebas que la había enviado y con esa necesidad de no
unirse a nadie lo suficiente para compartir y, por consiguiente, sufrir.
– Gracias
por haberme ayudado.
– De
nada. Espero verte por el pueblo más a menudo que cuando éramos pequeños. ¿O
sigues con esa filosofía tuya de encerrarte en casa y dejarte ver solo por
obligación?
– Aún
no lo he decidido. – mintió, consciente de que iba a continuar con su rutina de
aislamiento autoinfligido.
– Pues
por si te interesa, el próximo sábado Alicia ha organizado una cena para los de
nuestra graduación. Solo ha avisado a los del pueblo, pero ahora tú eres del
pueblo, así que si quieres venir, solo tienes que decírselo.
–
No
sé quién es Alicia. – admitió algo incómoda.
– Bueno,
eso no importa, - sonrió con condescendencia - con que me lo digas a mí es
suficiente. Yo se lo diré a ella.
– No
tienes que integrarme en tu grupo de amigos, nunca te di esas clases.
–
No
lo hago por eso.
– De
todas formas no iré. Nunca he sido muy sociable aquí ¿recuerdas? No quiero
estropearos la fiesta, además estaría demasiado fuera de lugar.
– O
sea que realmente prefieres volver a lo de antes. – ella se encogió de hombros
– deberías darle una oportunidad a este sitio y a la gente que vive en él, te
sorprendería lo que puedes encontrar.
– Me
parece que hace tiempo comprobé que lo que puedo encontrar no es para mí.
– Hace
tiempo eras una cría enfadada con el mundo y con su padre.
– Creo
que aún sigo siendo esa cría enfadada y rodeada de problemas.
– Pues
sería mejor para ti que la dejaras atrás de una vez y te centraras en las cosas
buenas que puedes encontrar en la vida y no en las malas. – se encaminó hacia
su coche y abrió la puerta, tomándose unos segundos para mirarla antes de subir
– me alegro de haberte visto, Claudia. Y realmente espero que esta vez seas
feliz en el pueblo.
Darío se subió al coche, poniéndolo
en marcha y pasando por su lado casi de inmediato.
Claudia se quedó mirándole hasta que
su todoterreno negro desapareció en la lejanía que se adentraba en el pueblo, y
entonces, miró a su alrededor de nuevo, pensando en sus palabras.
¿Y si en realidad no había apreciado
lo que ese lugar podía brindarla?
Quizá debía hacer borrón y cuenta
nueva, intentar olvidarse de todo lo que había sido, olvidarse de lo que era, y
centrarse en lo que podía llegar a ser, en lo que la esperaba a partir de
ahora.
Tal vez debía hacerle caso a Darío y
dar a esa nueva vida la oportunidad de la que él había hablado.
*-*-*-*-*-*-*
Bueno, un relatillo más. en este caso ya le había publicado para un concurso, asi que no es novedad del todo.
Esta historia me encanta , y aunque me planteé convertirla en algo más, al final nunca llegué a hacerlo.
Espero que os guste y al menos consiga haceros pasar un buen rato.