Corro por el andén temerosa de no
llegar a tiempo. Siempre el reloj avanza más deprisa que yo, pero nunca consigo
hacer nada para remediarlo.
Escucho la voz que avisa que el tren
deja la estación y aprieto aún más el paso.
No puedo perderlo. Me da igual esperar
los diez minutos que tardaría en llegar el siguiente, pero no puedo pasar un
día más sin verle.
Se ha convertido en una estúpida
rutina. Si mi día no empieza teniéndole a él a dos filas de distancia, pudiendo
observarle a escondidas, fantaseando con lo que podría ser y jamás será, no es
lo mismo.
Subo al último vagón como cada mañana,
intentando recuperar la compostura, y como siempre él está allí.
Llevo, involuntariamente mi mano al
cabello, comprobando los destrozos que la carrera ha hecho al peinado que ha
sido el causante del retraso.
Seguramente estoy desastrosa, con el
rostro acalorado, el traje desarreglado y la respiración entrecortada, pero da
igual, pues él mira distraídamente por la ventana, viendo sin ver, concentrado
en sus pensamientos, esos que, tan solo por conocerlos, daría mi vida.
Camino hacia mi asiento intentando
desviar la mirada de él, pero como siempre, me resulta más fácil pensarlo que
hacerlo.
Me dejo caer sobre la silla con un
suspiro y miro hacia la ventanilla, intentado ver más allá de los edificios en
movimiento.
Quiero mirar hacia delante. Buscarle a
escondidas. Empaparme de sus facciones para mantener su imagen viva en mi
memoria. Pero la vergüenza de ser descubierta me sobrepasa.
Apenas desvío la mirada del paisaje
unos segundos, aventurándome a ser sorprendida.
Mi parada está a punto de llegar y
entonces me atrevo. Miro hacia él, pero en su lugar un anciano dormita contra
el cristal. Frunzo el ceño contrariada. Desde que apareció en el tren por
primera vez, nunca se había bajado antes que yo, nunca había cambiado su
rutina.
Me levantó aún confusa, buscándole
inconscientemente. Mi mirada revolotea distraída de un rostro a otro, sin
encontrarle.
Mi desánimo aumenta. Apenas lo he
visto, quizá a partir de ahora no le vuelva a ver, pues todos los días son un
principio y un final para nosotros.
El tren toma una curva que no recuerdo
que haya estado siempre en el recorrido y tropiezo al pasar, con las bolsas de
la mujer sentada a mi lado. Mi cuerpo se precipita hacia delante y unos brazos
frenan mi inminente caída contra el suelo.
Miro a mi alrededor sin separarme de mi
sujeción y compruebo que nadie se ha percatado de mi traspiés. Poco a poco me
separo de mi salvador, levantando el rostro, sonriendo, para agradecerle por la
ayuda, pero mis palabras se atoran en mi garganta y en su lugar un gorgojeo
apenas audible sale de mi boca, y no hace más que aumentar el calor de mis
mejillas.
Parpadeó intentando aclarar mi mente,
enfocar correctamente y desligar los sueños de la realidad. Pero él sigue allí,
aún sujetándome y mirándome con esos ojos que durante meses he deseado conocer
de cerca y averiguar su verdadero color.
El tren llega a su destino, es el
momento de bajar. Sus manos se deslizan por mis brazos hasta deshacer el
contacto que nos había mantenido unidos.
Doy un paso hacia atrás y, al escuchar
el sonido de las puertas abrirse, me giró nerviosa, cada vez más sonrojada, y
camino hacia ellas con prisa.
Poso mis pies sobre el andén y me quedo
parada, de espaldas a las puertas. Ni siquiera sé que ha pasado, aún dudo de
que sea real.
Inspiro profundamente intentando
recuperar el control y acabar con los temblores que nacen del contacto de sus
manos y me recorren todo el cuerpo.
Escucho el pitido que indica que las
puertas van a cerrarse y me giro, con el ceño fruncido, intentando comprender lo
ocurrido, descubrir si he dejado de soñar. Pero él está ahí, frente a la
puerta, frente a mí, mirándome con una sonrisa, que aún me confunde más.
Las puertas comienzan a cerrarse y él
levanta una mano, se toca con dos dedos la sien y hace un gesto de despedida.
Las puertas se han cerrado, el tren se
ha marchado y yo aún sigo en el mismo lugar, mirando hacia donde, minutos antes,
él estaba sonriéndome como si realmente me conociera.
La ansiedad aún sigue apoderándose de
mí.
Apenas he dormido, me he levantado dos
horas antes de lo normal y he tardado en elegir mi ropa, tres cuartos de hora
más de lo que acostumbro.
Llevo sentada en el banco del andén
media hora. Los nervios bullen en mi estómago, como un ácido desgarra una
tubería roñosa, desde la mañana anterior.
Apenas puedo contener las ganas de que
llegue el momento de subirme a ese tren de nuevo, de verle y saber qué ocurrió ayer.
El tren se acerca, me dispongo, como
cada mañana, para subirme en el último vagón y siento como las piernas me
tiemblan. Las puertas se abren y subo.
Mi mirada se dirige inmediatamente al
lugar de siempre, esta vez con un deseo incontenible de cruzarme con su mirada.
Pero él no está, su asiento está vacío y con él se vacía mi corazón y mi
esperanza. Mi sonrisa desaparece de mi rostro y siento sobre mis hombros todo
el cansancio acumulado, a causa de la falta de sueño.
Me siento como una idiota que se
ilusiona por una simple casualidad.
Camino desganada hacia mi acostumbrado
lugar y entonces le veo. Está sentado frente a mi asiento. Me quedo parada en
mitad del pasillo, y siento un par de empujones, pero ni siquiera soy
consciente de ellos, pues sus ojos se han encontrado con los míos y todo lo
demás ha dejado de tener sentido.
Aparto la vista cohibida y bajo la
mirada hacia mis pies, intentado disimular el sonrojo que domina mi rostro.
Me siento en mi asiento, aún sin
atreverme a mirarle. Él se recuesta en su lugar y sonríe. Levanto el rostro,
intentando infundirme confianza, pero incapaz de soportar mirarle, desvío la
vista hacia el exterior
La señora sentada junto a mí se marcha
de mi lado y nos quedamos solos.
Él se echa hacia delante apoyando los
codos en las rodillas y fija la vista en el suelo.
Aparto ligeramente la mirada de la
ventana, consciente de que no me descubrirá tan fácilmente y me atrevo a
mirarlo, pero él levanta la vista y nuestras miradas se encuentran de nuevo, sin
embargo, en ese momento, pasada la sorpresa de verlo, la vergüenza vuelve a
hacer gala y aparto otra vez la vista, aunque puedo verle sonreír, por el
rabillo del ojo.
Se inclina más hacia delante, cargando
su peso sobre los codos y me mira. Cambio de posición nerviosa por su mirada
pero él no deja de hacerlo.
- Me
llamo Iker – me dice con lo que parece un susurro entre las voces de la gente
de alrededor.
Levanto la mirada y la fijo en su
rostro, sin saber muy bien qué decir o cómo comportarme. Ni siquiera sé lo que
él espera, lo que busca, y eso me pone aún más nerviosa.
Me siento como una niña asustada en su
primer día de clase y quiero morirme al pensar en lo imbécil que pareceré a sus
ojos.
Quiero que el tren pare, bajarme de él
y echar a correr hasta que la vergüenza y la estupidez abandonen mi cuerpo,
pero en cambio todo sigue igual, el traqueteo del tren, las voces de las
personas que están realizando el mismo viaje que nosotros, y su mirada
escrutándome insistentemente con una taimada sonrisa asomando por las comisuras
de sus labios.
- Estaría
bien que ahora me dijeras el tuyo. Por cortesía solamente.
Le miro con el ceño fruncido, sintiendo
que me he perdido alguna parte importante de la conversación y ahora si sonríe
abiertamente.
- Solo
tienes que decirme tu nombre. Aunque si no quieres hacerlo lo entenderé
perfectamente, soy un desconocido para ti.
- Ariana
– susurro y su sonrisa aumenta, contagiando la mía.
- Ariana
– repite él saboreando las sílabas y provocándome un escalofrío que intento
disimular. – bonito nombre.
- Gracias.
- No
des las gracias por algo que es verdad.
Extiende la mano hacia mí sin dejar de
sonreír, sin dejar de mirarme y solo entonces comienzo a creer que algo de esto
puede ser real.
- Encantado
de conocerte, Ariana.
Entramos en un túnel, y todo se queda
en la más absoluta oscuridad. Desvió la vista escasos segundos hacia la ventana
para comprobar, vanamente, que seguimos el mismo recorrido de siempre, y
devuelvo inmediatamente después la mirada hacia él, escondido por la penumbra.
Quiero creer que está esperando a que
le estreche la mano, pero el temor a volver a la luz del día y ser descubierta
buscándole me frena. Mis pensamientos fluyen, más rápido de lo que nunca antes
lo han hecho y finalmente me atrevo a hacerlo.
Extiendo la mano hacia delante y a
tientas consigo encontrar la suya, que aguardaba a ser estrechada.
Nuestras manos se unen, nuestras pieles
entran en contacto y un nuevo hormigueo, igual al que el día anterior me
provocó al sujetarme, me recorre desde la mano.
Cierro los ojos aprovechando el amparo
del túnel y disfruto de ese momento, de ese contacto, con el hombre que ha
estado presente en mis pensamientos desde la primera vez que le vi, por si no
volviera a producirse.
Siento claridad sobre mi rostro y los
abro inmediatamente, rezando en mi mente para que él no se haya dado cuenta por
algún tipo de milagro celestial. Pero nunca he tenido suerte con el amparo de
Dios, y él sigue estático, mirándome con un brillo especial, con esa sonrisa
torcida que no consigue revelar nada.
Acaricia sutilmente mi mano con su
pulgar, puedo sentirlo y me encanta, pero hago como que no ocurre nada, por el deseo
de que no cese de hacerlo, por el miedo de que solo sea un juego.
El
altavoz anuncia mi parada. Mis hombros se tensan ante la electrónica voz, al
sentir que este maravilloso sueño llega a su fin. Con reticencia separo mi mano
de la suya, rompiendo nuestro contacto, provocando que ese cosquilleo que antes
recorría mi estómago a causa de los nervios vuelva a él, por el dolor que me
provoca este momento.
Me
siento como una estúpida al sentir que nunca más volveremos a encontrarnos, que
esto ha sido algo que ha empezado y ha terminado al mismo tiempo, en este vagón
de tren, entre dos desconocidos que apenas se han visto unas cuantas veces por
coincidencia.
Y
siento ganas de reír y llorar al mismo tiempo, porque en realidad eso es lo que
es, eso es lo que somos, dos desconocidos con nombre.
Me
pongo en pie y él hace lo mismo. Me encamino hacia la puerta y le siento tras
de mí. Me apoyo contra la cristalera, en espera de que el tren finalmente llegue
a mi parada y él se coloca frente a mí.
- No
dejarás de coger el tren ¿verdad? no ahora que por fin nos conocemos.
- ¿a
qué te refieres?
- Sé
que me has estado mirando – dice sin tapujos y yo me sonrojo más de lo que
jamás lo he hecho, aparto la vista hacia la puerta rogando porque el tren pare
y pueda salir corriendo de allí. – yo también te he mirado – continua,
conduciendo mi rostro hasta conseguir que nuestras miradas se vuelvan a
encontrar.
- Bueno,
yo….
El tren comienza a parar y ambos
desviamos la mirada un instante hacia la puerta, para segundos después volver a
mirarnos.
- Dime
que seguirás cogiendo este tren. – me pide.
- Estoy
obligada a hacerlo.
- No
te he preguntado eso. Yo sé que lo seguiré haciendo, por que así lo quiero.
- Entonces,
sí, seguiré cogiéndolo.
- Bien.
No me gustaría dejar de verte.
- A
mi tampoco. Pero podíamos darnos los teléfonos y acabar antes con esto.
- Todo
a su tiempo Ariana. – se inclina hacia a mí y por un momento pienso que me
besará – todo a su tiempo – susurra en mi oído, antes de retirarse sonriendo y
pulsar el botón verde que abre las puertas que me llevarán lejos de él.
- Nos
vemos mañana. – me despido bajando al andén.
- Eso
ni lo dudes.
Me vuelvo para mirarle y su sonrisa,
fija en su rostro, es aún más resplandeciente.
Le correspondo, sonriendo yo también y
me dice adiós con la mano, vuelvo a imitarle y las puertas se cierran.
El tren se marcha y yo aún sigo allí
mirando como se aleja.
Un cosquilleo me recorre el cuerpo, un
sentimiento de plenitud me invade, dándome fuerzas para hacer cualquier cosa.
Comienzo a reírme a carcajadas, sin
importarme que la gente de mi alrededor me mire y me encamino hacia la salida deseando
que llegue el próximo viaje en tren.
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Otro relato más que andaba por ahí, cogiendo polvo, desde que lo escribí para un concursillo. Es cortito pero espero que diga lo suficiente. A ver que os parece...