jueves, 30 de mayo de 2013

Viaje en tren

Corro por el andén temerosa de no llegar a tiempo. Siempre el reloj avanza más deprisa que yo, pero nunca consigo hacer nada para remediarlo.
Escucho la voz que avisa que el tren deja la estación y aprieto aún más el paso.

No puedo perderlo. Me da igual esperar los diez minutos que tardaría en llegar el siguiente, pero no puedo pasar un día más sin verle.
Se ha convertido en una estúpida rutina. Si mi día no empieza teniéndole a él a dos filas de distancia, pudiendo observarle a escondidas, fantaseando con lo que podría ser y jamás será, no es lo mismo.

Subo al último vagón como cada mañana, intentando recuperar la compostura, y como siempre él está allí.
Llevo, involuntariamente mi mano al cabello, comprobando los destrozos que la carrera ha hecho al peinado que ha sido el causante del retraso.
Seguramente estoy desastrosa, con el rostro acalorado, el traje desarreglado y la respiración entrecortada, pero da igual, pues él mira distraídamente por la ventana, viendo sin ver, concentrado en sus pensamientos, esos que, tan solo por conocerlos, daría mi vida.

Camino hacia mi asiento intentando desviar la mirada de él, pero como siempre, me resulta más fácil pensarlo que hacerlo.
Me dejo caer sobre la silla con un suspiro y miro hacia la ventanilla, intentado ver más allá de los edificios en movimiento.

Quiero mirar hacia delante. Buscarle a escondidas. Empaparme de sus facciones para mantener su imagen viva en mi memoria. Pero la vergüenza de ser descubierta me sobrepasa.
Apenas desvío la mirada del paisaje unos segundos, aventurándome a ser sorprendida.

Mi parada está a punto de llegar y entonces me atrevo. Miro hacia él, pero en su lugar un anciano dormita contra el cristal. Frunzo el ceño contrariada. Desde que apareció en el tren por primera vez, nunca se había bajado antes que yo, nunca había cambiado su rutina.

Me levantó aún confusa, buscándole inconscientemente. Mi mirada revolotea distraída de un rostro a otro, sin encontrarle.
Mi desánimo aumenta. Apenas lo he visto, quizá a partir de ahora no le vuelva a ver, pues todos los días son un principio y un final para nosotros.

El tren toma una curva que no recuerdo que haya estado siempre en el recorrido y tropiezo al pasar, con las bolsas de la mujer sentada a mi lado. Mi cuerpo se precipita hacia delante y unos brazos frenan mi inminente caída contra el suelo.
Miro a mi alrededor sin separarme de mi sujeción y compruebo que nadie se ha percatado de mi traspiés. Poco a poco me separo de mi salvador, levantando el rostro, sonriendo, para agradecerle por la ayuda, pero mis palabras se atoran en mi garganta y en su lugar un gorgojeo apenas audible sale de mi boca, y no hace más que aumentar el calor de mis mejillas.
Parpadeó intentando aclarar mi mente, enfocar correctamente y desligar los sueños de la realidad. Pero él sigue allí, aún sujetándome y mirándome con esos ojos que durante meses he deseado conocer de cerca y averiguar su verdadero color.

El tren llega a su destino, es el momento de bajar. Sus manos se deslizan por mis brazos hasta deshacer el contacto que nos había mantenido unidos.
Doy un paso hacia atrás y, al escuchar el sonido de las puertas abrirse, me giró nerviosa, cada vez más sonrojada, y camino hacia ellas con prisa.
Poso mis pies sobre el andén y me quedo parada, de espaldas a las puertas. Ni siquiera sé que ha pasado, aún dudo de que sea real.

Inspiro profundamente intentando recuperar el control y acabar con los temblores que nacen del contacto de sus manos y me recorren todo el cuerpo.
      Escucho el pitido que indica que las puertas van a cerrarse y me giro, con el ceño fruncido, intentando comprender lo ocurrido, descubrir si he dejado de soñar. Pero él está ahí, frente a la puerta, frente a mí, mirándome con una sonrisa, que aún me confunde más.
Las puertas comienzan a cerrarse y él levanta una mano, se toca con dos dedos la sien y hace un gesto de despedida.
           
Las puertas se han cerrado, el tren se ha marchado y yo aún sigo en el mismo lugar, mirando hacia donde, minutos antes, él estaba sonriéndome como si realmente me conociera.


La ansiedad aún sigue apoderándose de mí.
Apenas he dormido, me he levantado dos horas antes de lo normal y he tardado en elegir mi ropa, tres cuartos de hora más de lo que acostumbro.
Llevo sentada en el banco del andén media hora. Los nervios bullen en mi estómago, como un ácido desgarra una tubería roñosa, desde la mañana anterior.
Apenas puedo contener las ganas de que llegue el momento de subirme a ese tren de nuevo, de verle y saber qué ocurrió ayer.

El tren se acerca, me dispongo, como cada mañana, para subirme en el último vagón y siento como las piernas me tiemblan. Las puertas se abren y subo.
Mi mirada se dirige inmediatamente al lugar de siempre, esta vez con un deseo incontenible de cruzarme con su mirada. Pero él no está, su asiento está vacío y con él se vacía mi corazón y mi esperanza. Mi sonrisa desaparece de mi rostro y siento sobre mis hombros todo el cansancio acumulado, a causa de la falta de sueño.
Me siento como una idiota que se ilusiona por una simple casualidad.

Camino desganada hacia mi acostumbrado lugar y entonces le veo. Está sentado frente a mi asiento. Me quedo parada en mitad del pasillo, y siento un par de empujones, pero ni siquiera soy consciente de ellos, pues sus ojos se han encontrado con los míos y todo lo demás ha dejado de tener sentido.
Aparto la vista cohibida y bajo la mirada hacia mis pies, intentado disimular el sonrojo que domina mi rostro.
Me siento en mi asiento, aún sin atreverme a mirarle. Él se recuesta en su lugar y sonríe. Levanto el rostro, intentando infundirme confianza, pero incapaz de soportar mirarle, desvío la vista hacia el exterior

La señora sentada junto a mí se marcha de mi lado y nos quedamos solos.
Él se echa hacia delante apoyando los codos en las rodillas y fija la vista en el suelo.
Aparto ligeramente la mirada de la ventana, consciente de que no me descubrirá tan fácilmente y me atrevo a mirarlo, pero él levanta la vista y nuestras miradas se encuentran de nuevo, sin embargo, en ese momento, pasada la sorpresa de verlo, la vergüenza vuelve a hacer gala y aparto otra vez la vista, aunque puedo verle sonreír, por el rabillo del ojo.
Se inclina más hacia delante, cargando su peso sobre los codos y me mira. Cambio de posición nerviosa por su mirada pero él no deja de hacerlo.

-      Me llamo Iker – me dice con lo que parece un susurro entre las voces de la gente de alrededor.

Levanto la mirada y la fijo en su rostro, sin saber muy bien qué decir o cómo comportarme. Ni siquiera sé lo que él espera, lo que busca, y eso me pone aún más nerviosa.
Me siento como una niña asustada en su primer día de clase y quiero morirme al pensar en lo imbécil que pareceré a sus ojos.
Quiero que el tren pare, bajarme de él y echar a correr hasta que la vergüenza y la estupidez abandonen mi cuerpo, pero en cambio todo sigue igual, el traqueteo del tren, las voces de las personas que están realizando el mismo viaje que nosotros, y su mirada escrutándome insistentemente con una taimada sonrisa asomando por las comisuras de sus labios.

-   Estaría bien que ahora me dijeras el tuyo. Por cortesía solamente.

Le miro con el ceño fruncido, sintiendo que me he perdido alguna parte importante de la conversación y ahora si sonríe abiertamente.

-    Solo tienes que decirme tu nombre. Aunque si no quieres hacerlo lo entenderé perfectamente, soy un desconocido para ti.
-      Ariana – susurro y su sonrisa aumenta, contagiando la mía.
-    Ariana – repite él saboreando las sílabas y provocándome un escalofrío que intento disimular. – bonito nombre.
-      Gracias.
-      No des las gracias por algo que es verdad.

Extiende la mano hacia mí sin dejar de sonreír, sin dejar de mirarme y solo entonces comienzo a creer que algo de esto puede ser real.

-      Encantado de conocerte, Ariana.

Entramos en un túnel, y todo se queda en la más absoluta oscuridad. Desvió la vista escasos segundos hacia la ventana para comprobar, vanamente, que seguimos el mismo recorrido de siempre, y devuelvo inmediatamente después la mirada hacia él, escondido por la penumbra.

Quiero creer que está esperando a que le estreche la mano, pero el temor a volver a la luz del día y ser descubierta buscándole me frena. Mis pensamientos fluyen, más rápido de lo que nunca antes lo han hecho y finalmente me atrevo a hacerlo.
Extiendo la mano hacia delante y a tientas consigo encontrar la suya, que aguardaba a ser estrechada.
Nuestras manos se unen, nuestras pieles entran en contacto y un nuevo hormigueo, igual al que el día anterior me provocó al sujetarme, me recorre desde la mano.

Cierro los ojos aprovechando el amparo del túnel y disfruto de ese momento, de ese contacto, con el hombre que ha estado presente en mis pensamientos desde la primera vez que le vi, por si no volviera a producirse.
Siento claridad sobre mi rostro y los abro inmediatamente, rezando en mi mente para que él no se haya dado cuenta por algún tipo de milagro celestial. Pero nunca he tenido suerte con el amparo de Dios, y él sigue estático, mirándome con un brillo especial, con esa sonrisa torcida que no consigue revelar nada.
Acaricia sutilmente mi mano con su pulgar, puedo sentirlo y me encanta, pero hago como que no ocurre nada, por el deseo de que no cese de hacerlo, por el miedo de que solo sea un juego.

      El altavoz anuncia mi parada. Mis hombros se tensan ante la electrónica voz, al sentir que este maravilloso sueño llega a su fin. Con reticencia separo mi mano de la suya, rompiendo nuestro contacto, provocando que ese cosquilleo que antes recorría mi estómago a causa de los nervios vuelva a él, por el dolor que me provoca este momento.

      Me siento como una estúpida al sentir que nunca más volveremos a encontrarnos, que esto ha sido algo que ha empezado y ha terminado al mismo tiempo, en este vagón de tren, entre dos desconocidos que apenas se han visto unas cuantas veces por coincidencia.
      Y siento ganas de reír y llorar al mismo tiempo, porque en realidad eso es lo que es, eso es lo que somos, dos desconocidos con nombre.

      Me pongo en pie y él hace lo mismo. Me encamino hacia la puerta y le siento tras de mí. Me apoyo contra la cristalera, en espera de que el tren finalmente llegue a mi parada y él se coloca frente a mí.

-     No dejarás de coger el tren ¿verdad? no ahora que por fin nos conocemos.
-     ¿a qué te refieres?
-    Sé que me has estado mirando – dice sin tapujos y yo me sonrojo más de lo que jamás lo he hecho, aparto la vista hacia la puerta rogando porque el tren pare y pueda salir corriendo de allí. – yo también te he mirado – continua, conduciendo mi rostro hasta conseguir que nuestras miradas se vuelvan a encontrar.
-     Bueno, yo….

El tren comienza a parar y ambos desviamos la mirada un instante hacia la puerta, para segundos después volver a mirarnos.

-      Dime que seguirás cogiendo este tren. – me pide.
-      Estoy obligada a hacerlo.
-      No te he preguntado eso. Yo sé que lo seguiré haciendo, por que así lo quiero.
-      Entonces, sí, seguiré cogiéndolo.
-      Bien. No me gustaría dejar de verte.
-    A mi tampoco. Pero podíamos darnos los teléfonos y acabar antes con esto.
-    Todo a su tiempo Ariana. – se inclina hacia a mí y por un momento pienso que me besará – todo a su tiempo – susurra en mi oído, antes de retirarse sonriendo y pulsar el botón verde que abre las puertas que me llevarán lejos de él.
-      Nos vemos mañana. – me despido bajando al andén.
-      Eso ni lo dudes.

Me vuelvo para mirarle y su sonrisa, fija en su rostro, es aún más resplandeciente.
Le correspondo, sonriendo yo también y me dice adiós con la mano, vuelvo a imitarle y las puertas se cierran.
El tren se marcha y yo aún sigo allí mirando como se aleja.

Un cosquilleo me recorre el cuerpo, un sentimiento de plenitud me invade, dándome fuerzas para hacer cualquier cosa.
Comienzo a reírme a carcajadas, sin importarme que la gente de mi alrededor me mire y me encamino hacia la salida deseando que llegue el próximo viaje en tren.



 *-*-*-*-*-*-*

Otro relato más que andaba por ahí, cogiendo polvo, desde que lo escribí para un concursillo. Es cortito pero espero que diga lo suficiente. A ver que os parece...




Construyendo Recuerdos - "Capítulo 2"


 -      No ha estado mal la fiesta – se sentó en una de las butacas del saloncito y miró a su alrededor incapaz de detener su mirada en él.

Se sentía nerviosa, aún más que en el momento de decir ”sí, quiero”. Estaba con él en la suite nupcial del hotel más exclusivo de la ciudad, adonde habían ido al concluir la fiesta en casa de sus padres, y no sabía lo que vendría ahora. Al menos no quería pensar en ello. Ella tenía experiencia, había tenido varios novios, cuando había estado estudiando en el extranjero, paralelos a su relación con Eduardo y consentidos por él, al igual que él había tenido algunas conquistas, aceptadas, de las que ella no quería saber nada.

Habían llegado a ese acuerdo hacía bastantes años, la única condición que tenían que cumplir era que, ni su familia ni la prensa, se enteraran de ello.

Pero ya hacía bastante tiempo que ambos habían dejado sus amores de juventud atrás, años que ninguno de los dos tenía una relación que hiciera posible plantearse una separación. Un rompimiento del trato. Y ahora, estaban casados, juntos ”hasta que la muerte los separe” y sin saber cómo compartir la intimidad que nunca habían tenido que experimentar.

Habían dormido juntos en múltiples ocasiones, no obstante, lo habían hecho como hermanos, sin rozarse, sin tocarse. Pero ahora eran marido y mujer, se esperaba de ellos otro tipo de relación, muy distinta a la que habían compartido hasta el momento, era lo que procedía, sin embargo, a pesar de que en ese día se hubiera sentido totalmente extraña, hasta el punto de replantearse todo lo que pensaba y creía, aún no estaba preparada para ese paso, para la aceptación de esa situación que la hacía sentirse ridícula y sobre todo avergonzada consigo misma y con el propio Eduardo.

-    Ha estado muy entretenida – corroboró él sirviéndose una copa -   ¿Quieres tomar algo? – ella negó con la cabeza aún sin mirarlo y él se dirigió hacia el gran ventanal y se quedó durante unos minutos con la vista fija en el exterior sin decir nada mientras ella continuaba en silencio mirando al infinito, perdida en sus pensamientos. - ¿Te encuentras bien? – se había girado, había dejado de contemplar el paisaje nocturno para contemplarla a ella, pero ella no se había percatado de ello.
-    Si – asintió de nuevo, confirmando su respuesta, aún sin mirarlo y volvió a guardar silencio.
-    ¿En qué piensas? – se acercó a ella – si es que puedo saberlo.
-   En nosotros – la respuesta que brotó de sus labios sin darse cuenta la agarró tan desprevenida que lo miró a los ojos, por primera vez, desde que habían entrado en la habitación – en la boda, en lo que significa – continuó, intentando justificarse.
-    Y ¿Es bueno o malo?
-    ¿El qué?
-    Lo que estás pensando de nosotros.
-    Supongo que es incalificable – se masajeó las sienes suavemente – ni bueno ni malo…
-    ¿Te duele la cabeza?
-    Un poco.
-    Será mejor que vayas a descansar, hoy ha sido un día muy duro, te vendrá bien dormir y recuperar fuerzas, además mañana saldremos temprano para coger el vuelo y necesitas estar descansada.
-   ¿Y… - le miró sin saber si debía preguntar, él podía considerarlo como una invitación para algo para lo que aún no estaba preparada y dudaba que pudiera estarlo alguna vez, al menos, en algún momento cercano - … y tú?
-  Tengo que revisar unos documentos que me quedaron pendientes y que tengo que terminar antes de la luna de miel, así que iré en un rato, – se puso en pie frotándose el cuello – yo también estoy un poco cansado.
-   De acuerdo – ella se levantó y lo miró – buenas noches entonces.
-   Si, buenas noches, - se inclinó sobre ella y le dio un beso en la frente – que descanses.

Caminó hacia la habitación, arrastrando los pies, y sin poder dejar de pensar en lo que acababa de pasar. Eduardo iría en unos momentos a la cama con ella. La posibilidad de que durmiera en otro lugar era impensable, porque en esa habitación no había otro sitio en el que pudiera descansar, y sería muy cruel por su parte pedirle que lo hiciera en el sofá, cuando ya habían compartido la cama en otras ocasiones.

Esa disposición por su parte, esa renuncia a realizar algo más que dormir, de una forma estúpida le había conmovido. No le conocía muy bien, nunca había dedicado tiempo a conocerlo, porque simplemente nunca había querido hacerlo, pero ahora, tenía la obligación de hacerlo, al menos era lo que iba a tener que hacer, al fin y al cabo, iba a pasar el resto de su vida con él.

Aunque eso ya no la disgustaba tanto como hubiera pensado unos meses antes, sabía que Eduardo era una buena persona, eso lo había sabido siempre, aunque también era frío, distante y reservado, o al menos esa era la impresión que siempre le había dado.

Pero en el poco tiempo que llevaban actuando como marido y mujer, la había demostrado que a pesar de lo que pudiera pensar y lo que pudiera parecer, no era realmente así. Había tenido en cuenta su opinión, se había preocupado por ella y la había tratado mejor que bien, algo totalmente distinto a lo que estaba acostumbrada, viniendo de él.

Siempre estaban discutiendo, peleándose por todo, y en muy contadas ocasiones habían disfrutado de momentos de tranquilidad, como los que desde hacía unas horas había estado viviendo con él.

-   Carolina, vamos tarde, perderemos el avión – estaba apoyado en el marco de la puerta cruzado de brazos mirándola ir de un lado a otro de la habitación como loca.
-   No vamos a perder nada porque es un jet privado que no sale si los pasajeros principales y únicos no están…
-   Aunque sea un jet, de igual forma debe de cumplir unos horarios de vuelo.
-   Pero es que no encuentro el colgante de mi madre – se paró un segundo para mirarle con los brazos en jarras – y si no lo encuentro no me voy – y continuó su búsqueda afanosamente.
-  Ahí ya has mirado – apuntó él cuando la vio abrir uno de los cajones de la mesilla de noche – dos veces – recalcó al oírla resoplar.
-   Pues miraré una vez más, ¿Vale? – le miró con enfado y se dirigió hacia el baño – podrías ayudar si tanta prisa tienes.
-  Está bien – entró en la habitación, y se acercó a la cómoda, comenzando a rebuscar entre los adornos que había sobre ella - ¿Dónde lo viste por última vez? – le preguntó con el tono un poco más elevado para que ella le escuchara desde la otra habitación.
-   En mi cuello.
-   ¿Y has mirado si está ahí? – le preguntó él con sorna.
-   Y tú has mirado si – apoyó una mano en la puerta del baño y otra en su cadera y lo miró con enojo -  por casualidad está en tu…
-   Che – levantó un dedo para frenar sus palabras – cuidadito con esa boca.
-   Argg – caminó con pasos fuertes hacia una butaca cercana y la comenzó a revisar – siempre consigues que diga cosas que no quiero decir.
-  Al contrario – se dirigió hacia la cama y revolvió las sábanas – siempre impido que digas cosas que no tienes que decir.
-   Eso es mentira.
-   Ah, que no… - movió las almohadas – ey, mira lo que encontré – recogió el colgante y se lo enseñó.
-   ¡Lo encontraste! – se acercó a él con la mano extendida para que se lo entregara – gracias.
-  ¿Qué te hace pensar que te lo voy a dar? – la preguntó mirándola con una sonrisita pícara.
-   Eduardo… - le advirtió ella.
-   ¿Por qué nunca me llamas Eddie? – arrugó levemente la nariz y se dirigió hacia la puerta que daba a la salita de la suite – todo el mundo me llama Eddie.
-   Porque no me gusta cómo suena Eddie, además ¿eso que tiene que ver? – se colocó a su lado y se puso de puntillas para quitarle el colgante pero él alzó la mano por encima de su cabeza para evitarlo, ya que aunque Carolina era alta, no lo era tanto como él - ¿Quieres dármelo de una vez?
-   ¿Y por qué no te gusta Eddie? A mí me parece de lo más bonito.
-  ¿No tenías tanta prisa porque nos fuéramos? –le preguntó ella mirándole con una sonrisita de triunfo.
-   Es verdad, perderemos el avión… – cerró la mano en un puño con el colgante dentro, y se dirigió hacia la puerta – ya he pedido que bajaran las maletas – sujetó el picaporte con la mano que tenía libre y miró a Carolina – las damas primero.
-   No me pienso moverme hasta que me des el colgante de mi madre – se cruzó de brazos.
-   Perfecto – se encogió de hombros sonriendo y salió al pasillo, guardándose la joya en el bolsillo del pantalón y cerró la puerta tras de sí.

Miró a su lado, donde estaba sentado Eduardo con los ojos cerrados, tan campante, mientras ella no podía soportar el enfado que la recorría de arriba abajo.

Había corrido detrás de él por todo el pasillo del hotel, pidiéndole que le entregara su colgante, mientras él se reía de ella. Se habían estado peleando en el ascensor como dos niños pequeños, ella intentando meterle la mano en el bolsillo del vaquero, mientras él se retorcía para evitar que lo consiguiera, hasta que el ascensor se había parado en el lobby del hotel, donde veinte pares de ojos, pertenecientes a una buena cantidad de niños y ancianas, entre otros, les habían mirado como si fueran pervertidos.

Ella se había muerto de la vergüenza y se había puesto tan colorada como su camiseta roja pasión, y en cambio él, se había estado riendo sin parar, hasta que habían llegado a la limusina, donde estaban sus cosas, y que les llevaría al aeropuerto.

Durante todo el trayecto había estado intentando quitarle el colgante, tanto de forma pacífica y dialoga, como agresiva y malhumorada. Pero todos sus intentos habían fracasado y Eduardo se había negado a dárselo, debido a esa manía estúpida que tenía de intentar hacerse el gracioso, cosa que, bajo su punto de vista, no se le daba demasiado bien.

Continuaba enfadada, tremendamente disgustada, con el que ahora era su esposo. Y lo que peor la hacía sentir era que, en la noche, había creído que podían llegar a llevarse bien y a sentir por él algo parecido a la amistad, pero tras ese jueguito de idiotas que él y solo él había comenzado, había cambiado totalmente de opinión y se había dado cuenta que la única relación que podía existir entre ellos era una basada en la agresividad verbal e incluso física, al menos por su parte, porque cuando su “querido” maridito se ponía gracioso, no había dios, ni persona humana que pudiera, o quisiera, aguantarle.

-    Espero que hayan tenido un buen vuelo señores, y que disfruten de su estancia – les dijo el capitán del vuelo cuando aterrizaron en el aeropuerto de Bora Bora, el paraíso al que les habían enviado de viaje de novios sus padres, y en el que no iban a poder hacer otra cosa que tostarse al sol, ya que obviamente y dada su situación y relación, otras cosas no iban hacer.
-   Muchas gracias Santiago – le dijo Eduardo a la vez que le estrechaba la mano – y no dudes que vamos a disfrutar – sonrió y colocó su mano en la cintura de Carolina, atrayéndola hacia él.
-    Muchas gracias – repitió ella intentando aumentar la distancia entre Eduardo y ella, pero sin lograrlo.

El chofer que les llevaría al fabuloso y lujoso hotel, se acercó a ellos y recogió sus maletas mientras ellos caminaban aún juntos siguiéndole.

-      ¿Me quieres soltar de una vez?
-   Cariño, tienes que relajarte – comenzó él con una sonrisita mirando hacia el frente – cualquiera diría que estamos enfadados – le dio un beso en el cabello – y los recién casados no se pelean.
-     Pero es que nosotros no somos unos recién casados normales – hizo fuerza, de nuevo, y esta vez consiguió que él apartara la mano de su cintura y la dejara algo más de libertad – y que no quieras devolverme mi colgante tampoco ayuda.
-   Eres muy rencorosa – soltó una risita furtiva y entrelazó sus dedos con los de ella, al tomarla de la mano.
-     Y tú eres muy idiota – murmuró ella aún molesta.
-     Haré como que no lo he oído – se paró y la miró - ¿Quieres el colgante?
-   Está claro que sí – le miró como si fuera tonto y no hubiera entendido lo que llevaba diciéndole desde que habían salido del hotel, casi dos días antes.
-     Bien entonces te lo daré, pero que conste que lo hago para que dejes de quejarte de una vez – la miró de forma burlona y buscó en su bolsillo.
-    ¿Qué pasa? – le preguntó Carolina, al ver la cara de sorpresa que había puesto él.
-      Pues… – soltó una risita nerviosa – que no está.
-      ¿Cómo que no está?
-     Pues eso, que no está en el bolsillo – la miró mordiéndose el labio y sabiendo que se había metido en un buen lío.
-    ¿Y… - intentó respirar profundamente para calmarse, pero no lo conseguía del todo - … dónde se supone que está?
-     No lo sé… se me debe haber caído en…
-     ¿En dónde? – reclamó ella de nuevo.
-     Esa es una buena pregunta…
-   Eres un… - apretó los puños junto a su cuerpo y le miró enfadada - … un… - resopló – es que ni nombre tienes… - giró sobre sus talones y se dirigió con rapidez hacia la limusina, donde les esperaba el chofer con la puerta abierta.

Pasaron todo el viaje hacia el hotel en silencio. Eduardo había intentado en varias ocasiones decir algo, pero Carolina no se lo había permitido, ninguna de las veces.

Le daba igual lo que pensaran los demás, poco la importaban que toda esa gente se diera cuenta de que lo suyo no era el matrimonio feliz y amoroso, que todo el mundo pensaba. No le hubiera importado tener que fingir en público allí también, por lo que pudiera pasar, o la gente que pudiera estar allí, pero en esos momentos, lo que más le apetecía era partirle la cabeza a Eduardo con algo grande y contundente y no fingir una adoración sin límites por él.

Ese colgante era importante para ella, muy importante. Era una herencia familiar. Su madre se lo había entregado a ella para que lo luciera en la boda, y su madre a ella, y así varias generaciones atrás. Y ella lo había perdido, o más que ella, el gracioso de su marido. Una joya que había durado tanto tiempo en su familia, se había perdido en un minuto y ni siquiera sabía dónde ni cuándo.

-   Lo siento mucho, Carolina… - oyó la voz de Eduardo a su espalda, pero no se volvió, porque ya no estaba enfadada, ahora solo estaba triste, y no quería que él la viera así. Lo único que había significado algo, en esa gran mentira que había sido su matrimonio, se había perdido y solo podía sentir que ahora la faltaba algo, algo realmente importante. Necesitaba estar sola y tranquila, por eso había salido a la terraza de su cabañita sobre el mar – me siento fatal… - se acercó a ella al ver que continuaba sin decir nada – si quieres podemos buscar uno parecido y…
-  No hay ninguno parecido… - dijo pausadamente, aún sin volverse.
-    Seguro que sí… ya verás cómo lo encontramos – se acercó a ella y le colocó una mano en el hombro.
-    Es una herencia de familia, - se giró y le miró fugazmente ya que sentía como sus ojos se nublaban – es demasiado antiguo para encontrar otro igual… – apartó suavemente la mano de él de su hombro y se dirigió hacia el interior de la habitación – voy dormir un rato, estoy cansada por el viaje.

Llevaban cuatro días en el paraíso y lo único que habían hecho era comer y tomar el sol, y la mayoría de las veces, ni siquiera lo habían hecho juntos.

Eduardo había estado la mayor parte del tiempo enfrascado en largas conversaciones telefónicas o perdido a saber en dónde y a saber con quién. Mientras Carolina, no había dejado de dar largos paseos por la playa y tomar el sol tumbada en las confortables hamacas de cáñamo que había por doquier.

-      Esta tarde voy a bucear cerca del arrecife – informó Carolina a su marido entre bocado y bocado.
-    ¿Vas a ir sola? – la miraba con gesto preocupado. Desde que había llegado, había estado distante, más de lo habitual, y cada vez que hablaba con ella lo hacía escogiendo cuidadosamente las palabras, como con miedo a cometer un error de nuevo.
-    No, el hotel ha organizado una excursión, y hay más personas apuntadas – explicó ella sin darle demasiada importancia al asunto.
-   Me gustaría ir contigo – Carolina detuvo el tenedor a medio camino entre el plato y su boca y le miró fijamente - ¿Qué pasa?
-   ¿Tú quieres bucear? – él se encogió de hombros – lo que quiero decir es que ¿tú sabes bucear?
-     Tengo el título desde hace cuatro años, cuando fui a
México con mis amigos, lo estuvimos probando y nos gustó, hicimos un curso rápido y cuando volví a casa hice el oficial.
-    Oh – le miró sorprendida, no tenía la menor idea de que tuviera el título de buceo, aunque en realidad tampoco sabía que había ido con sus amigos a México – bueno si quieres… supongo que todavía quedaran plazas libres, deberíamos ir después de comer a comprobarlo.
-    O también podemos alquilar una lancha e ir nosotros por nuestra cuenta.
-    No sé pilotar una lancha... ni donde está el arrecife.
-   Bueno pero yo sí, y con una carta marina en la que se indique dónde se encuentra podremos llegar.
-   Entonces supongo que… - se encogió de hombros, intentando parecer indiferente, aunque estaba totalmente sorprendida de que él supiera hacer todas esas cosas, y sobre todo de que le gustara el buceo, una de sus aficiones más profundas y secretas, que pocas veces podía realizar – de acuerdo.


No habían pasado ni dos horas desde que habían hablado de bucear, y ya estaban con la lancha, los equipos y en pleno arrecife de coral, apunto de sumergirse.

Eduardo había conseguido todo a una velocidad record. En lo que ella había ido a su cabaña a cambiarse y a recoger algunas cosas para llevar con ellos, él había montado la excursión completa, con tentempiés y bebidas incluidas.

Era eficiente, de eso no había duda, cuando se proponía algo lo conseguía fuera como fuera, y siempre de la mejor manera, siempre a lo grande.

  -    ¿Cuánta experiencia tienes? – le preguntó Eduardo ayudándola a ponerse la botella de oxígeno a la espalda.
-      He buceado algunas veces, pero no tengo el título oficial como tú – se abrochó las cintas al pecho – ni tu experiencia – apuntó con tono jocoso.
-    Entonces no bajaremos a más de diez metros – le dijo él sin demasiada importancia mientras se colocaba su arnés con su bombona.
-     ¿Qué? ¿Por qué no? – estaba indignada.
-    Porque así no tendremos que hacer descompresión y estaré más tranquilo.
-    Y yo más aburrida… a diez metros con bombona no es nada – se quejó ella - Yo quiero bajar más….
-    Pues eso otro día – se acercó a ella y revisó el controlador de oxígeno, comprobando que todo estuviera en orden y funcionara perfectamente – hala, ya estamos.

Llevaban un buen rato sumergidos, siempre sin sobrepasar la profundidad acordada, de lo que Eduardo se aseguraba comprobando el manómetro continuamente.

       Todo iba a la perfección hasta que Carolina, comenzó a notar que no le llegaba el aire. Revisó el controlador y comprobó que aún tenía oxígeno suficiente, por lo que dedujo que el problema sería del regulador, así que aguantando la respiración se apartó el que tenía en la boca y se introdujo el de repuesto, pero seguía sin llegarle aire a sus pulmones.

       Miró a su alrededor pero no encontró lo que buscaba, no veía por ninguna parte a Eduardo. Y se estaba empezando a poner nerviosa, realmente nerviosa.

Sentía como se quedaba sin aire así que hizo lo que pensaba que debía hacer, intentar salir a la superficie, pero estaba muy lejos. Ahora diez metros le parecían una eternidad, aunque agradecía haberle hecho caso a Eduardo, porque hubiera sido peor tener que subir desde más profundidad, teniendo que elegir en hacer la descompresión correctamente o quedarse sin aire.

Comenzó a nadar hacía arriba, pero cada vez avanzaba menos, cada vez se hundía más. Volvió a mirar a su alrededor buscando a Eduardo y por fin lo vio a unos metros de distancia de ella, por lo que cambio de idea. Sería más fácil llegar hasta él que llegar arriba.

Nadó, o hizo el intento de nadar hacía él, pero le parecía que un abismo los separaba. Su capacidad pulmonar no era demasiada y había perdido mucho tiempo y aire en el intercambio de los reguladores, por lo que su noción de la realidad, estaba seriamente dañada.

Intentó hacerle señales, pero él no reparaba en ella. No la veía. Estaba cansada, demasiado cansada, todo a su alrededor comenzaba a desaparecer, incluso la figura de Eduardo no era más que algo borroso en la lejanía, en la oscuridad en que se había convertido todo.