Nunca tenía que haber cedido. No tenía
que haber aceptado realizar ese viaje. Ni siquiera aunque sus amigas se lo
hubieran rogado.
Para ellas ese viaje era realmente
importante. Llevaban meses planeándolo. Toda la vida habían soñado con
realizarlo, con ir juntas, juntas a París. Pero “la ciudad del amor” no era el mejor lugar para ella en ese momento.
Tenía que haberse quedado en casa,
encerrada en su habitación, llorando hasta que el dolor pasara y el olvido se
extendiera. Pero ella no hacia nunca lo que debía, ni siquiera hacía lo normal
y por eso ahora estaba allí, en París, y mientras sus amigas arrasaban en las
boutiques parisinas, ella estaba sola, en el Louvre, recordando momentos
pasados que tenía que dejar atrás.
Ella no era de las que realizaban
escapadas a los museos, de las que disfrutaban observando las obras que en
ellos se exponían. Ella no era capaz de ir más allá de un dibujo o un garabato
moderno.
Nunca había ido más allá. No
hasta que él entró en su vida.
Él, que, de un solo vistazo,
entendía cada una de las pinceladas, cada uno de los sentimientos que el autor
había querido transmitir.
Él, que se colocaba tras ella
abrazándola con ternura y le susurraba al oído todos los secretos escondidos
para sus ignorantes ojos, permitiéndola a ella también disfrutar de todo
aquello, comprender lo que él veía y sentía.
Y ahora que él no estaba, volvía a esa
ignorancia que la cegaba.
Bajó la mirada de la obra que
estaba observando, con un suspiro de renuncia. No tenía que haber ido allí. No
tenía que haber entrado en aquella pirámide de cristal que la había llevado a
los recuerdos de ese pasado tan reciente en el que no tenía que seguir
pensando.
Caminó, continuando con su recorrido de
tortura, prestando atención a una de las guías, intentando conseguir por sí
misma lo que con tanta facilidad él le había dado, pero sus palabras eran tan
técnicas y aburridas que apenas conseguía mantener la atención en alguna
explicación.
Se quedó observando un punto fijo en la
pared, viendo sin ver, escuchando sin oír, lo que se desarrollaba a su
alrededor, y sin darse cuenta se quedó descolgada del grupo.
Miró a las personas que se encontraban
en la sala, extasiadas con las obras que veían, buscando en las proximidades el
grupo que había perdido, pero lo único que encontró, lo único que llamó su
atención, fue un pequeño trozo de papel abandonado en el impoluto y brillante
suelo.
Se inclinó para recogerlo, más por la
necesidad de mantener la perfección que existía en cada rincón del museo que
porque sintiera algún tipo de curiosidad.
Jugó con la pequeña tarjeta blanca,
pasándosela entre los dedos, antes de voltearla para leer lo que en ella estaba
escrito.
“J'ai commis la plus grande erreur de ma vie”
Frunció el ceño contrariada ante esas
palabras que no entendía. Podía captar alguna de ellas dada su similitud con su
propia lengua, pero el significado global escapaba a su comprensión.
Levantó la cabeza de la tarjeta de
cartulina y miró aún confusa a su alrededor buscando a quién pudiera haberla
perdido, pero no había nadie a su lado y tampoco nadie le prestaba atención.
Escuchó voces en español, que llamaron
su atención. Algo agradable entre tantos susurros en francés. Dirigió está vez
su mirada hacia donde esas voces habían sonado y, tras guardarse la nota en el
bolsillo, caminó hacia ellas, reconociendo a medida que se acercaba, los
rostros de las personas que la habían acompañado a lo largo de la travesía por
las diversas salas.
Se unió de nuevo a ellos, acompañándoles
a través de los pasillos hacia una sala en la que al menos reconocía una
pintura, la situada en el lugar preferente de la habitación, la de mayor
importancia. La Gioconda.
Caminó hacia ella, sin dejar de
mirarla, aislándose del resto de personas que había a su alrededor, intentado
encontrar en sus ojos la sonrisa que ambas habían perdido.
Permaneció frente con frente con la
grandiosa mujer, intentando, en vano, encontrar un remedio a su dolor, ya que
si no era capaz de entender por qué medio mundo la veía sonreír, mucho menos
iba a conseguir aclarar sus sentimientos a través de ella.
Sin embargo, quizá porque nadie
comprendía a la mujer de aquel retrato al igual que ella no se comprendía a sí
misma, consiguió evadirse del resto del mundo con tan solo mirarla, y por
primera vez en su vida, consiguió comprenderla por sí misma.
Tal vez no fuera tan distinta
después de todo.
Sintió el movimiento a su alrededor y
salió de su trance para descubrir que el grupo volvía a ponerse en marcha,
caminando por la misma habitación, observando aquellas obras que acompañaban al
magnífico cuadro de Da Vinci.
Les siguió, caminando sin demasiadas
ganas, tras ellos, con una extraña y nueva sensación en el estómago, al dejar
atrás la única obra que había conseguido llegar realmente a ella.
Llegaron frente a otra nueva pintura,
pero nada tenía que ver con la anterior. Se concentró, intentó hacerlo, pero en
ella no había nada que pudiera llamar su atención.
Se resignó, consciente de que aquello
no volvería a pasar, y al mismo tiempo se relajó, pensado en acabar con esa
visita, pues ya había conseguido lo que, inconscientemente, se había propuesto,
había disfrutado del arte sin él, había conseguido admirar una obra sin qué él
tuviera que explicarle que debía apreciar.
Sonrió, sintiéndose feliz. Ahora podía
continuar. Si había conseguido eso, lo demás no sería tan difícil.
Miró a su alrededor, queriendo
memorizar aquel lugar, topándose con la mirada de la mujer que estaba a su
lado, que la sonreía calidamente, mientras la tendía una tarjeta blanca como la
que minutos antes había encontrado.
- Se le ha caído esto.
- Eso no es mío – negó con gesto
contrariado.
- Yo creo que sí.
La mujer la miró aún sonriendo
y colocó aquel pequeño trozo de cartulina en su mano con delicadeza, antes de
volverse hacia la guía que continuaba explicando una obra que hacía tiempo
había dejado de importarla.
Mantuvo su mirada durante unos
instantes más sobre la mujer que parecía haberse olvidado de ella, antes de
dirigirla hacia las palabras que había escritas con la misma y cuidada
caligrafía en ese papelito que la había entregado.
“Pour être un idiot méfiant”
De
nuevo una frase. De nuevo en francés. Y de nuevo no tenía ni idea de nada.
Intentó hablar con la señora, preguntarle
que significaba aquello. Pero había vuelto a perder al grupo.
Aunque ya no importaba.
Desistió de buscarlo, de
continuar un recorrido que no quería realizar y que ya no tenía sentido hacer y
puso rumbo a la salida.
Salió a la calle, donde el sol se
encontraba en su máximo esplendor y sus rayos la acariciaron la piel tostada.
Caminó hacia los jardines de Tullerías, con la intención de encontrar un lugar
en el que poder descansar.
Se sentó en uno de los bancos del paseo,
recostando su espalda en él, y cerró los ojos con un suspiro, empapándose de la
tranquilidad que allí se podía respirar.
Extendió las manos ocupando el máximo
espacio del asiento e inclinándose, lo necesario, hacia delante, se sujetó al
borde de la madera sobre la que estaba sentada. Como si con ese simple gesto en
ese hermoso lugar pudiera adueñarse de su vida y conseguir que su corazón
hiciera lo que su cabeza quería que hiciera.
Abrió los ojos, de nuevo, volviendo a
recostarse sobre el banco, mientras observaba a una pareja de ancianos caminar
tomados de la mano, pendientes el uno de otro, sonriendo felices, aún
enamorados.
Les siguió con la mirada, contagiada
con su sonrisa, que desapareció de sus labios al descubrir junto a ella una
nueva tarjeta, idéntica a las que había encontrado en el museo y que había
dejado por imposibles.
La tomó entre sus dedos, mirándola con
miedo, pero atreviéndose a voltearla para leer lo que en ella estaba escrito
esta vez.
“Pardonne-moi mon amour”
No le hacía falta saber francés
para conocer el significado de esa última palabra.
Amour, amor.
Y solo él podía estar tras
aquello.
Su respiración comenzó a
agitarse, su pulso se aceleró, sus ojos comenzaron a brillar.
Levantó la vista, fija durante
todo aquel tiempo, en el que las piezas fueron encajando en su mente, en las
cuatro palabras allí escritas y miró a su alrededor. Ahora sí buscando un
objetivo. Buscándole a él.
Se puso en pie, sintiendo un
nerviosismo que la recorría todo el cuerpo y se volteó, encontrándose, por fin,
con él, que la miraba con seriedad desde el otro lado del banco.
Le miró. No podía hacer otra
cosa que mirarle. Su cuerpo se había quedado estático, su mente revoloteaba con
ideas entremezcladas que no conseguían averiguar que era lo que debía hacer, y
su corazón latía con un nuevo ritmo, ese ritmo propio, que sólo provocaba él.
Le vio acercarse, sin apartar
los ojos de los suyos y lo único que pudo hacer fue contener el aliento una vez
más.
- Hola – su voz suave, calmada
era como una caricia que la hacía temblar de pies a cabeza.
- ¿Qué haces aquí? – su propia
voz era un susurro, perturbada por la situación, por los recuerdos.
- He venido a buscarte.
- ¿Tú me has dejado estas notas?
– llevó su temblorosa mano a su bolsillo, sacando de él la anteriores tarjetas,
mostrándole las tres a la vez.
- Sí. – dio un par de pasos hacia
ella, acortando cuidadosamente la distancia que los separaba.
- ¿Por qué? – le miró confusa –
no tiene sentido, sabes perfectamente que no sé francés. – bajó la mirada
revisando de nuevo las palabras – ni siquiera sé que significa.
- La primera dice que he cometido
el mayor error de mi vida – Ella levantó la mirada buscando sus ojos – la
segunda que ha sido por ser un idiota desconfiado.
- ¿y la tercera?
- Perdóname mi amor.
- ¿Por qué…? – intentó preguntar
pero él terminó con la distancia que los separaba, colocándose a escasos
centímetros de ella, consiguiendo con su cercanía silenciar sus palabras.
- Aún hay otra.
- ¿otra tarjeta? – él asintió y
sacó una más de su propio bolsillo, entregándosela. Ella la cogió con sus, cada
vez más temblorosas, manos y leyó lo que en ella había escrito, con un peculiar
acento.
- Je t'aime.
- Yo también te quiero – susurró
él en su oído, provocándola un nuevo escalofrío. – perdóname por ser un
estúpido.
- Carlos… - susurró incapaz de
elevar el tono de su voz, mientras sus ojos luchaban por dominar las lágrimas.
- Leticia. – elevó su mano
acariciándola con ella la mejilla y ella ante su contacto cerró los ojos,
permitiendo que las lágrimas surcaran sus mejillas – Perdóname.
Y en ese momento, con tan solo
una palabra, todo dejó de tener sentido. Todo menos él.
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Bueno, otro relatillo más por aquí, no es de los que más me encanten, pero ya que está hecho, habrá que colgarlo. A ver que os parece.
Lo que más me gusta de leer, no es que me entretengan, o que me encante imaginar lo que de verdad pase.... sino que en alguna de esas historias que leo me hagan sentir a mi.
ResponderEliminarÉste, lo ha hecho, hace unos cuatro años fui a Paris, también al museo, creo que estuve ahí horas y horas y sólo vi la Gioconda. También estuve en los jardines y lo que hice fue sentarme en una banco y ver a la gente pasar. Estaba rodeada de amigos, pero yo me sentía sola, un desengaño amoroso jajajaja así que imagínate... Esta historia me ha hecho recordar, me ha hecho sentir como me sentía, y recordarle a él, gracias a dios que pase ese desengaño amoroso y tuve otro final al de la historia jajaja
Bueno, pues eso no será de tus preferidos, pero a mi me ha encantado. :)