domingo, 25 de agosto de 2013

Notas de Museo



       Nunca tenía que haber cedido. No tenía que haber aceptado realizar ese viaje. Ni siquiera aunque sus amigas se lo hubieran rogado.

        Para ellas ese viaje era realmente importante. Llevaban meses planeándolo. Toda la vida habían soñado con realizarlo, con ir juntas, juntas a París. Pero “la ciudad del amor” no era el mejor lugar para ella en ese momento.

         Tenía que haberse quedado en casa, encerrada en su habitación, llorando hasta que el dolor pasara y el olvido se extendiera. Pero ella no hacia nunca lo que debía, ni siquiera hacía lo normal y por eso ahora estaba allí, en París, y mientras sus amigas arrasaban en las boutiques parisinas, ella estaba sola, en el Louvre, recordando momentos pasados que tenía que dejar atrás.

        

        Ella no era de las que realizaban escapadas a los museos, de las que disfrutaban observando las obras que en ellos se exponían. Ella no era capaz de ir más allá de un dibujo o un garabato moderno.

Nunca había ido más allá. No hasta que él entró en su vida.

Él, que, de un solo vistazo, entendía cada una de las pinceladas, cada uno de los sentimientos que el autor había querido transmitir.

Él, que se colocaba tras ella abrazándola con ternura y le susurraba al oído todos los secretos escondidos para sus ignorantes ojos, permitiéndola a ella también disfrutar de todo aquello, comprender lo que él veía y sentía.

         Y ahora que él no estaba, volvía a esa ignorancia que la cegaba.



Bajó la mirada de la obra que estaba observando, con un suspiro de renuncia. No tenía que haber ido allí. No tenía que haber entrado en aquella pirámide de cristal que la había llevado a los recuerdos de ese pasado tan reciente en el que no tenía que seguir pensando.

    Caminó, continuando con su recorrido de tortura, prestando atención a una de las guías, intentando conseguir por sí misma lo que con tanta facilidad él le había dado, pero sus palabras eran tan técnicas y aburridas que apenas conseguía mantener la atención en alguna explicación.

        Se quedó observando un punto fijo en la pared, viendo sin ver, escuchando sin oír, lo que se desarrollaba a su alrededor, y sin darse cuenta se quedó descolgada del grupo.

       Miró a las personas que se encontraban en la sala, extasiadas con las obras que veían, buscando en las proximidades el grupo que había perdido, pero lo único que encontró, lo único que llamó su atención, fue un pequeño trozo de papel abandonado en el impoluto y brillante suelo.

      Se inclinó para recogerlo, más por la necesidad de mantener la perfección que existía en cada rincón del museo que porque sintiera algún tipo de curiosidad.

        Jugó con la pequeña tarjeta blanca, pasándosela entre los dedos, antes de voltearla para leer lo que en ella estaba escrito.



 “J'ai commis la plus grande erreur de ma vie”



        Frunció el ceño contrariada ante esas palabras que no entendía. Podía captar alguna de ellas dada su similitud con su propia lengua, pero el significado global escapaba a su comprensión.

         Levantó la cabeza de la tarjeta de cartulina y miró aún confusa a su alrededor buscando a quién pudiera haberla perdido, pero no había nadie a su lado y tampoco nadie le prestaba atención.

        

    Escuchó voces en español, que llamaron su atención. Algo agradable entre tantos susurros en francés. Dirigió está vez su mirada hacia donde esas voces habían sonado y, tras guardarse la nota en el bolsillo, caminó hacia ellas, reconociendo a medida que se acercaba, los rostros de las personas que la habían acompañado a lo largo de la travesía por las diversas salas.

      Se unió de nuevo a ellos, acompañándoles a través de los pasillos hacia una sala en la que al menos reconocía una pintura, la situada en el lugar preferente de la habitación, la de mayor importancia. La Gioconda.

        Caminó hacia ella, sin dejar de mirarla, aislándose del resto de personas que había a su alrededor, intentado encontrar en sus ojos la sonrisa que ambas habían perdido.

        Permaneció frente con frente con la grandiosa mujer, intentando, en vano, encontrar un remedio a su dolor, ya que si no era capaz de entender por qué medio mundo la veía sonreír, mucho menos iba a conseguir aclarar sus sentimientos a través de ella.

       Sin embargo, quizá porque nadie comprendía a la mujer de aquel retrato al igual que ella no se comprendía a sí misma, consiguió evadirse del resto del mundo con tan solo mirarla, y por primera vez en su vida, consiguió comprenderla por sí misma.

Tal vez no fuera tan distinta después de todo.



     Sintió el movimiento a su alrededor y salió de su trance para descubrir que el grupo volvía a ponerse en marcha, caminando por la misma habitación, observando aquellas obras que acompañaban al magnífico cuadro de Da Vinci.  

        Les siguió, caminando sin demasiadas ganas, tras ellos, con una extraña y nueva sensación en el estómago, al dejar atrás la única obra que había conseguido llegar realmente a ella.

       Llegaron frente a otra nueva pintura, pero nada tenía que ver con la anterior. Se concentró, intentó hacerlo, pero en ella no había nada que pudiera llamar su atención.

      Se resignó, consciente de que aquello no volvería a pasar, y al mismo tiempo se relajó, pensado en acabar con esa visita, pues ya había conseguido lo que, inconscientemente, se había propuesto, había disfrutado del arte sin él, había conseguido admirar una obra sin qué él tuviera que explicarle que debía apreciar.

   Sonrió, sintiéndose feliz. Ahora podía continuar. Si había conseguido eso, lo demás no sería tan difícil.

      Miró a su alrededor, queriendo memorizar aquel lugar, topándose con la mirada de la mujer que estaba a su lado, que la sonreía calidamente, mientras la tendía una tarjeta blanca como la que minutos antes había encontrado.



-      Se le ha caído esto.

-      Eso no es mío – negó con gesto contrariado.

-      Yo creo que sí.



La mujer la miró aún sonriendo y colocó aquel pequeño trozo de cartulina en su mano con delicadeza, antes de volverse hacia la guía que continuaba explicando una obra que hacía tiempo había dejado de importarla.

Mantuvo su mirada durante unos instantes más sobre la mujer que parecía haberse olvidado de ella, antes de dirigirla hacia las palabras que había escritas con la misma y cuidada caligrafía en ese papelito que la había entregado.



 “Pour être un idiot méfiant”



      De nuevo una frase. De nuevo en francés. Y de nuevo no tenía ni idea de nada.

     Intentó hablar con la señora, preguntarle que significaba aquello. Pero había vuelto a perder al grupo.

      Aunque ya no importaba.
      Desistió de buscarlo, de continuar un recorrido que no quería realizar y que ya no tenía sentido hacer y puso rumbo a la salida.
        

    Salió a la calle, donde el sol se encontraba en su máximo esplendor y sus rayos la acariciaron la piel tostada. Caminó hacia los jardines de Tullerías, con la intención de encontrar un lugar en el que poder descansar.

       Se sentó en uno de los bancos del paseo, recostando su espalda en él, y cerró los ojos con un suspiro, empapándose de la tranquilidad que allí se podía respirar.

       Extendió las manos ocupando el máximo espacio del asiento e inclinándose, lo necesario, hacia delante, se sujetó al borde de la madera sobre la que estaba sentada. Como si con ese simple gesto en ese hermoso lugar pudiera adueñarse de su vida y conseguir que su corazón hiciera lo que su cabeza quería que hiciera.

        Abrió los ojos, de nuevo, volviendo a recostarse sobre el banco, mientras observaba a una pareja de ancianos caminar tomados de la mano, pendientes el uno de otro, sonriendo felices, aún enamorados.

   Les siguió con la mirada, contagiada con su sonrisa, que desapareció de sus labios al descubrir junto a ella una nueva tarjeta, idéntica a las que había encontrado en el museo y que había dejado por imposibles.

      La tomó entre sus dedos, mirándola con miedo, pero atreviéndose a voltearla para leer lo que en ella estaba escrito esta vez.



“Pardonne-moi mon amour”



No le hacía falta saber francés para conocer el significado de esa última palabra.

Amour, amor.

Y solo él podía estar tras aquello.

Su respiración comenzó a agitarse, su pulso se aceleró, sus ojos comenzaron a brillar.

Levantó la vista, fija durante todo aquel tiempo, en el que las piezas fueron encajando en su mente, en las cuatro palabras allí escritas y miró a su alrededor. Ahora sí buscando un objetivo. Buscándole a él.

Se puso en pie, sintiendo un nerviosismo que la recorría todo el cuerpo y se volteó, encontrándose, por fin, con él, que la miraba con seriedad desde el otro lado del banco.

Le miró. No podía hacer otra cosa que mirarle. Su cuerpo se había quedado estático, su mente revoloteaba con ideas entremezcladas que no conseguían averiguar que era lo que debía hacer, y su corazón latía con un nuevo ritmo, ese ritmo propio, que sólo provocaba él.

Le vio acercarse, sin apartar los ojos de los suyos y lo único que pudo hacer fue contener el aliento una vez más.



-   Hola – su voz suave, calmada era como una caricia que la hacía temblar de pies a cabeza.

-  ¿Qué haces aquí? – su propia voz era un susurro, perturbada por la situación, por los recuerdos.

-   He venido a buscarte.

-   ¿Tú me has dejado estas notas? – llevó su temblorosa mano a su bolsillo, sacando de él la anteriores tarjetas, mostrándole las tres a la vez.

-  Sí. – dio un par de pasos hacia ella, acortando cuidadosamente la distancia que los separaba.

- ¿Por qué? – le miró confusa – no tiene sentido, sabes perfectamente que no sé francés. – bajó la mirada revisando de nuevo las palabras – ni siquiera sé que significa.

-  La primera dice que he cometido el mayor error de mi vida – Ella levantó la mirada buscando sus ojos – la segunda que ha sido por ser un idiota desconfiado.

-  ¿y la tercera?

-   Perdóname mi amor.

-  ¿Por qué…? – intentó preguntar pero él terminó con la distancia que los separaba, colocándose a escasos centímetros de ella, consiguiendo con su cercanía silenciar sus palabras.

-  Aún hay otra.

-  ¿otra tarjeta? – él asintió y sacó una más de su propio bolsillo, entregándosela. Ella la cogió con sus, cada vez más temblorosas, manos y leyó lo que en ella había escrito, con un peculiar acento.

-   Je t'aime.

-  Yo también te quiero – susurró él en su oído, provocándola un nuevo escalofrío. – perdóname por ser un estúpido.

-   Carlos… - susurró incapaz de elevar el tono de su voz, mientras sus ojos luchaban por dominar las lágrimas.

-  Leticia. – elevó su mano acariciándola con ella la mejilla y ella ante su contacto cerró los ojos, permitiendo que las lágrimas surcaran sus mejillas – Perdóname.



Y en ese momento, con tan solo una palabra, todo dejó de tener sentido. Todo menos él.



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Bueno, otro relatillo más por aquí, no es de los que más me encanten, pero ya que está hecho, habrá que colgarlo. A ver que os parece.

1 comentario:

  1. Lo que más me gusta de leer, no es que me entretengan, o que me encante imaginar lo que de verdad pase.... sino que en alguna de esas historias que leo me hagan sentir a mi.
    Éste, lo ha hecho, hace unos cuatro años fui a Paris, también al museo, creo que estuve ahí horas y horas y sólo vi la Gioconda. También estuve en los jardines y lo que hice fue sentarme en una banco y ver a la gente pasar. Estaba rodeada de amigos, pero yo me sentía sola, un desengaño amoroso jajajaja así que imagínate... Esta historia me ha hecho recordar, me ha hecho sentir como me sentía, y recordarle a él, gracias a dios que pase ese desengaño amoroso y tuve otro final al de la historia jajaja
    Bueno, pues eso no será de tus preferidos, pero a mi me ha encantado. :)

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